"Quiero más una libertad peligrosa que una servidumbre tranquila" Mariano Moreno

martes, 24 de febrero de 2015

ÁNGEL BONOMINI: EL FANTASMA DE BORGES







El ladrón Alberto Barrio

  Alberto Barrio fue ladrón. Tenía nueve años y siempre lo mandaban al almacén de Las Heras y Azcuénaga. Una mañana fue a comprar una latita de azafrán. El almacén estaba desierto. Había olor a lavandina y a garbanzos, a jabón y a queso, un olor mezclado y limpio y, aunque afuera la mañana brillara amarilla de sol, allí parecía la hora de la siesta por las cortinas de lona que cuidaban las sombras y el fresco.

  Como en una tarea secreta, don José apilaba con geométrica precisión una torre de tabletas de chocolate Águila. Ante la mirada estupefacta de Barrio levantaba una torre hueca de amarga delicia, edificio que no guardaba otro tesoro que sus propios muros.

  Al día siguiente volvió al almacén. Había mucha gente y aceptó con gratitud la espera. Primero contempló la torre. Después se acercó a ella. Por último la tocó. Sintió un súbito escalofrío cuando sus dedos, involuntariamente, comprobaron que una tableta estaba suelta. Era fácil sacarla sin que la torre se derrumbara. Lo atendieron, pagó y se fue.

  La batalla duró un mes. La fascinación y la ceguera del peligro lo pasearon por el placer y la angustia. A veces, sentía el secreto como una riqueza. A veces se le resolvía en catástrofe: lo sorprendían robando, lo perseguían, lo apresaban, no volvía a ver a su madre ni a sus hermanos, le ponían un uniforme y lo condenaban a la soledad y silencio.

  Sucesivas correcciones de su conducta lo convirtieron en presidiario, en beatífico renunciante a la tentación, en gozador exclusivo de chocolate, en dadivoso repartidor de barritas entre sus hermanos. Creyó -con confusión- que pensar el mal era igual que ejercerlo, que la tentación era el pecado mismo. Que después de haberlo pensado, robar o dejar de hacerlo no modificaba su responsabilidad. No desestimó la posibilidad de que adivinaran su proyecto y lo arrestaran. Durante un mes, cada día, vio la pila, se cercioró de la presencia de la tableta suelta, leyó en la cobertura la incomprensible aseveración de que el peso neto era de media libra, hizo sus compras y regresó a su casa. No llevársela era casi tan terrible como robarla. Elaboró varios planes: emplear una bolsa; valerse del amplio bolsillo del impermeable; usar una tricota. Visitó febrilmente una serie de horrores: don José lo veía por un espejo cuando ponía el paquete en la bolsa; o se le caía del bolsillo del impermeable; o una mujer lo delataba al verlo cometer el robo.

  Y así lo cometió una y mil veces sin soslayar la delectación del riesgo que lo hacía dar bruscos saltos en la cama mientras robaba y volvía a robar la golosina. Y una y mil veces desechó la horrible idea para recobrar la calma que le permitiera la tregua del sueño.

  En el colegio empezó a dibujar torres octogonales que guardaban su secreto. Con delirante fantasía llegó a verse escondido detrás del mostrador durante una noche entera, concretar el robo y no tener después cómo salir del negocio. Para ese momento, denunciada su ausencia, la policía lo buscaba. Hasta que de pronto un vigilante entraba en el almacén y bajo el poderoso foco de la linterna policial era sorprendido con el chocolate en la mano. Y vuelta otra vez a la odiada y temida prisión con el uniforme y la soledad.

  Una mañana, la madre repitió el encargo: una latita de azafrán El Riojano. La reiteración del hecho, sumada a la fortuita coincidencia de que ese día también había un sol muy pleno, se le manifestó a Barrio al principio como un signo inextricable. Pronto lo interpretó como el fin de su condena: debía robar la tableta.

  Pidió el azafrán. No estaban sino el almacenero y él en el local. Barrio se encontraba junto a la pila y pensó fugazmente que almacén debería llamarse el lugar donde se encuentra el alma. El viejo se agachó detrás del mostrador. Barrio tomó la tableta y la largó por la abertura de su camisa. El paquete se deslizó contra su pecho y quedó retenido por el cinturón. En el momento en que el objeto robado recorría su piel, el almacenero se levantaba. "¿Qué más?", preguntó el hombre. "Nada más", respondió el ladrón.

  Con las piernas flojas, que no obedecían a su voluntad sino a su costumbre, salió del almacén. Se metió en su casa. Desde la puerta de la calle hasta la de su departamento se alargaba un estrecho y profundo corredor. También por allí lo llevaron de memoria sus piernas. Apenas aceptó la realidad de que el corredor estuviera desierto cuando, antes de meterse en el departamento, se volvió seguro de ver a los mil veces imaginados vigilantes. Entregó el azafrán a su madre y se encerró en el baño. Primero se lavó las manos y la cara. No quiso mirarse en el espejo por miedo de haber cambiado de rostro.      

  Se sentó en el borde de la bañadera y sacó el paquete que se había calentado por el contacto con su cuerpo. Lo abrió cuidadosamente. Primero, la cobertura amarilla que ostentaba la imagen de un águila con las alas desplegadas, después el papel plateado. pero no había chocolate. Era una tableta de madera.




Después de Oncativo

  Al cumplirse cincuenta días de la batalla de Oncativo, en el atardecer del 16 de abril de 1830, la descarga simultánea de cinco fusiles quemó la vida de un soldado del vencido ejército de Facundo.

  Fusilado de espaldas y con los ojos cubiertos por un pañuelo negro, quedó abrazado a un árbol al que estaba atado con tientos.

  Cuando sintió el golpe único de los cinco tiros, aflojó las manos atadas y advirtió que de ellas se desprendía algo parecido a una arena que hubiera estado escondida entre sus dedos y que tenía una calidad de cosa ajena y venerable.

  El fusilamiento se debía a un crimen. Hasta el momento de cometerlo, el hombre compartía el calabozo con un compañero de armas.

  Después de Oncativo, un sargento del general Paz los había enlazado en la persecución y, como si el lazo fuera el símbolo de la unión a que los sometería el destino, los dos cayeron en el reducido recinto de un calabozo de muros de adobe provisto de dos catres y del aparente consuelo de una ventana enrejada que, por su altura, ni dejaba ver el cielo.

  Hacía dos días, comprobada la culpabilidad del hombre, el coronel Puch –en la ocasión al mando del batallón rezagado en un villorrio, cerca del lugar del combate, donde reparaban carruajes y atendían heridos y prisioneros– ordenó: “Mañana, al amanecer, me lo fusilan”. La orden la recibió el sargento Bermúdez, el mismo que había apresado al reo y a su compañero. Puch partió esa noche para reunirse con Paz.

  En el amanecer del 16 de abril lo desnudaron de la cintura para arriba, lo obligaron a abrazar el árbol y lo ataron con tientos. El hombre esperaba la ejecución, pero Bermúdez pareció olvidarse de la orden. Pasó la mañana.

  Los soldados hablaban de caballos. Bromeaban y reían. Hicieron asado. Uno se empecinó con la guitarra y repitió un centenar de veces la misma cantilena. De vez en cuando sonaban cajas y cornetas. A la siesta todo se aquietó. Algunos pájaros se oían y nada más. El hombre seguía esperando la muerte.

  No era fácil discernir si la demora en la ejecución respondía a un rasgo de piedad o de crueldad por parte del sargento. Menos que nadie el que estaba atado al árbol sabía si se le estaba retrasando piadosamente la muerte o si se le estaba prolongando inútilmente la agonía.

  Al despertar de la siesta el sargento Bermúdez llamó a un muchacho que podía leer y le entregó un grueso cuaderno. Sabía que el coronel Puch había tomado la decisión del fusilamiento después de leer esas páginas. Y sabía también que el coronel (hombre más bien piadoso que justo) tenía una sensación de asco después de la lectura. Tanto que, antes de subir a la galera, volvió a llamar a Bermúdez y en voz muy alta, para que varios lo oyeran, completó la orden: “Fusílelo de espaldas”.

  El mozo leyó el cuaderno. Tenía un montón de cuentos. A veces, Bermúdez reía abiertamente. Otras, se quedaba muy serio. Por fin, llegaron a las últimas páginas. Bermúdez se las hizo releer tres, cuatro veces. Le dijo al muchacho que dejara la lectura y cebara unos mates.

  Como a la hora, y como si al fin hubiera comprendido, gritó el nombre de cinco soldados. “Vengan con sus fusiles”, agregó. Los situó a quince varas del hombre abrazado al árbol y le vendó con su propio pañuelo los ojos. El reo pidió morir viendo. Sin contestar, el sargento se apartó y con la mirada nomás ordenó el fuego. Volvió a acercarse, le sacó el pañuelo y le plantó su largo cuchillo por atrás de la clavícula.

Las últimas páginas del cuaderno decían así:

  “Después de Oncativo, como después de cualquier batalla, el aire quedó sucio y confuso. La pólvora y la muerte dejan, en esos casos, una isleta del olor del infierno. Los vencidos se van huyendo y los que obtuvieron la victoria se quedan con una oscura nostalgia. Lo que cualquier soldado sabe, siempre, es que la victoria no se diferencia demasiado de la derrota.

  “El sargento Bermúdez se encontraba entre los voluntarios que acompañaron a La Madrid en persecución de Quiroga, a quien quería darle caza como si se tratara de un animal. No era ajeno a ese odio el amargo recuerdo que tenía La Madrid de la batalla del Tala: los de Quiroga lo habían dejado por muerto, baleado, tajeado en quince partes y pisoteado por los caballos.

  “Los voluntarios se desperdigaron en la persecución. El sargento Bermúdez se había quedado solo y, al fin, con el caballo cansado, al paso, se metió en un pajonal que le llegaba a los estribos.

  “De pronto, dos hombres se pusieron a correr ante los ojos azorados del sargento. Sin dudar, Bermúdez apuró su caballo y preparó el lazo. Fermín Alcácer y Javier Vega salieron atados del pajonal. Ya sueltos, sin hablarles, el sargento los hizo andar delante de su caballo. Lentamente hacia el campo de batalla.

  “Sirva para describir al sargento lo siguiente: Vega y Alcácer iban casi arrastrándose de sed. Era el atardecer. Les preguntó desde el caballo si querían agua. Los prisioneros contestaron con los ojos. Bermúdez sacó un chifle del recado y se los alcanzó. Después que bebieron hasta la última gota, el sargento los recriminó riendo: ‘Podrían haberme preguntado si yo quería’, y taqueando al zaino se les acercó y los rozó con la vaina del sable. ‘Preferible que lleguen vivos los prisioneros’, dijo riendo.

  “Vega sintió vergüenza y, mirando al sargento desde abajo, dijo: ‘Disculpe, señor; he sido torpe’.

  “Siguieron en silencio. Cada uno iba pensando en las muertes que habían ganado ese día. Pensaron en la victoria y en la derrota. Recuperaron los ojos de los hombres que habían lanceado. Vieron el anca de un caballo cortada de un sablazo. Volvieron a envolverse en una ola de polvo que apenas permitía distinguir al que querían matar. Oyeron gritos, insultos, toses y gemidos. La noche se cerraba. ‘Las órdenes de ese bruto de La Madrid’, pensó Bermúdez.

  “Vega más bien pensó en todo, en la belleza y en la monstruosidad de la batalla; en que tal vez toda belleza es algo monstruosa y en que, de algún modo, toda monstruosidad encierra belleza. Los tres hombres se parecían en el cansancio y en el sueño, pero al fin todo se les olvidó cuando divisaron, a lo lejos, las luces de los fogones. Ya estaban acercándose otra vez al lugar del combate. Vega sintió que ser prisionero era peor que haber muerto. Bermúdez y Alcácer pensaron que, al fin, iban a poder dormir.

  “Antes de llegar se oyeron guitarras y voces. Estaban inventando coplas para festejar la victoria. Bermúdez pasó entre fogones y algunos lo vivaron con discreción. Todo el mundo bebía y los animales recién carneados se doraban al fuego.

  “Había terminado el entierro de los muertos y empezaba la fiesta. Los heridos estaban apartados, junto a las carretas, y se les llevaba alcohol como consuelo.

  “Bermúdez desensilló, palmeó el zaino y lo llevó de la crin a beber de un balde. Después, también él se hundió en el mismo balde a beber y lavarse, como si el agua fuera olvido para tanta atrocidad cometida con su sable y con sus manos.

  “A Vega y a Alcácer los dejó con los heridos. Al rato les llevó ensartados en la punta de su largo cuchillo dos pedazos de carne asada.

  “Ya con los de su escuadrón se quedó a oír los cuentos de la batalla, como si él no hubiera participado y, mientras bebía y comía, hacía preguntas para informarse de ese hecho ajeno y lejano que le parecía un cuento.

  “A los tres días, Vega y Alcácer fueron conducidos a un villorrio de las cercanías de Córdoba. Habían arrastrado hasta allí los carruajes maltrechos, los animales y los hombres heridos, prisioneros y la parte del ejército que quedaría a cargo de recomponer armas y material. La operación estaba a cargo del coronel Puch, salteño, creo; enérgico y callado.

  “Los prisioneros iban, como los soldados, montados y sin ser objeto de trato distinto. Se les daba de comer igual que a todos; dormían juntos, y les hubiera bastado decir que se pasaban al ejército de Paz para que todo siguiera igual y se les olvidara la condición de presos. Pero Alcácer y Vega no se pasaron y, al llegar al villorrio, sin consulta, fueron conducidos a un calabozo que tenía dos catres y apenas una ventana enrejada –más que nada un consuelo– que, por la altura, ni permitía ver el cielo.

  “El resto de los prisioneros fue a parar a otras partes. Algunos se pasaron a Paz; otros hicieron de ordenanzas de oficiales; uno se hizo asador, y otro quedó libre en la tropa porque sabía tocar la guitarra.

  “Vega y Alcácer tenían un guardiacárcel viejo, buen hombre, abuelo de muchos nietos, muy amigo del sargento Bermúdez. Los atendía bien y a la hora. Hablaba siempre con sus presos: les contaba batallas y, como era domador, les enseñaba asuntos de caballos.

  “Vega le pidió al viejo que le consiguiera papel y algo con qué escribir. Al cabo de un par de días le llevó un grueso cuaderno y pluma. A partir de ese momento Vega se pasó las horas escribiendo.

  “Alcácer era analfabeto, robusto, recóndito y observador. Dejaba pasar las horas tendido en el catre cavilando y acariciándose las cejas de un color azulado de tan negro.

  “Venga escribía historias, describía fiestas, mujeres, trabajos, paseos, peleas. Escribía siempre en primera persona y, después, le leía a su compañero. Pero Alcácer, al oír las historias sentía un invariable malestar. Con el tiempo advirtió que Vega era libre, que podía crear viajes, y hasta amores a pesar de estar como él reducido a los límites de un estrecho calabozo. Le pareció hasta justo sentir rencor. Especialmente cuando se declaraba a sí mismo que Vega era dueño del mundo, de sus contingencias, mientras él tenía que permanecer cercado en los límites de su estrecha realidad.

  “En sus sueños, el analfabeto, en el íntimo lenguaje de sus sueños, descifró que Vega era dueño de todo lo que él no poseía, que era la imagen de su prisión: Vega se le convirtió en los muros y las rejas que lo encerraban. Pensó en matarlo. Sabía que hacerlo le costaría ser fusilado.

  “En sus lentas horas de odio, con paciente resentimiento, mientras se acariciaba las cejas echado en el catre, elaboró un plan de asesinato que lo excluyera de toda sospecha.

  “Una mañana Alcácer le propone a su compañero de calabozo que escriba un cuento con el siguiente argumento: ‘Después de Oncativo, dos soldados del ejército de Quiroga apresados por un sargento de Paz van a parar a un mismo calabozo. Uno llama al guardiacárcel –un viejo domador que siempre les habla de caballos–; aduce un malestar físico. El encargado de custodiarlos tiene familiaridad con los presos. Hombre mayor que ha vivido numerosas batallas, los trata como a hijos. Lo llama, pues, uno de los presos. El viejo entra en la celda confiado, porque allí la prisión más que nada es formal. Pero el que ha aducido el malestar lo estrangula. Después, como es más fuerte, reduce a su compañero. El asesino pide auxilio y acusa a su compañero de haber matado al viejo’.

  “Vega manifiesta que eso no es un argumento sino una simple enumeración de hechos. Alcácer insiste en que lo escriba. Vega dice que lo hará para iniciarlo en el placer de imaginar tramas a fin de que la prisión se le haga más soportable. Pero no escribe el cuento, aunque simula hacerlo.

  “El analfabeto insiste en que se lo lea. El escritor finge la lectura del presunto texto escrito, como siempre, en primera persona. Oído el cuento, Alcácer finge un malestar y llama al viejo. Cuando entra el guardiacárcel, lo estrangula. Después reduce a Vega y pide auxilio.

  “Cuando llegan unos hombres de Paz al calabozo el asesino acusa a Vega de haber matado al viejo domador. Dice, además, que la prueba, la confesión misma del asesinato, se encuentra escrita en el cuaderno. Pero en mi cuaderno –yo soy Vega– no figura el cuento urdido por Alcácer, que podría haber pasado por confesión, sino esto que acabo de escribir.”

  Cuando Bermúdez oyó por tercera o cuarta vez la historia, la comprendió. Primero pensó en desobedecer las órdenes del coronel Puch y matarlo a culatazos. Después, tal vez por pereza, pensó que nada era mejor que ver brotar en la espalda del asesino cinco súbitas manchas con sólo alzar el mentón y mirar de un modo que se pareciera a una orden. Entonces le pidió al muchacho que le había releído la historia que le cebara unos mates.

  Mateó en el vacío, sin que se le ocurriera nada. Como a la hora gritó el nombre de cinco soldados. “Vengan con sus fusiles”, dijo. Y mientras se acercaba al árbol empezó a aflojarse el pañuelo negro que llevaba atado al cuello.





¿POR QUÉ NUNCA?

¿Por qué nunca se habla
de la oscuridad de la boca?
¿Dónde suena la música que se sueña?
¿No será que, a veces, las pieles, por su cuenta,
se enamoran y esclavizan el hueso y su médula?

Y así hay mil preguntas 
que le dan sentido a todo.
Axioma: lo obvio nunca es verdad.
Otro axioma: la gran riqueza
es inventar preguntas.
 AL PRIVILEGIO DE PODER DECIR

Al privilegio de poder decir
la sutil transparencia del plano,
la fatal coincidencia del punto,
la equilibrada velocidad del círculo,
se opone, a quien oficia el verbo,
la imperturbable serenidad del silencio.

Al fin se sabe
que en el secreto fondo de las cosas
yace, en yacimiento de milenaria esencia,
la ígnea verdad líquida de luz,
la verdad inasible
sino por la presencia del amor.

*

En otra realidad
cuyo espacio es de piedra,
estamos socavados,
en hueco y en vacío,
sin tiempo, pero con nuestro rostro verdadero:
es la forma acabada de nuestra libertad,
el resultado final de nuestros actos.

De la astucia del zorro
o el sagaz zigzagueo de la liebre
se deduce una ciega mecánica
más vulnerable, ciertamente,
que la aparente torpeza del ángel
cuando atraviesa cristales sin saberlo.

Más eficaz, más práctica,
la inocencia crea con fatal sabiduría
una realidad más diáfana.

*

Extraños valores representan
astros y religiones, circunstancias
y libertad,
si uno tiende a pensar
que es objeto de tales representaciones.

Convenga acaso
no sentirse humano sino
en cuanto las palabras
son sólo cargas dedicadas
a la serena y ardiente contemplación
de cuanto entrañan.

*

Si un ciervo
se extraviara en el bosque
adoraría cada árbol
como si fuera
la clave de su libertad
o su destinada tumba.

*

El barco vacío
-ahora que amanece sobre la playa-,
dócilmente cede,
sin reparos,
al movimiento del agua.

Así estar en el mundo,
aún después de la inteligencia
que todo considera.

Optar por el modo del barco
a fin de integrarse
en la armonía.

*

De la amenidad festiva
que sugiere el mundo a los sentidos
precaverse
con la fiesta interior
de proponerle al mundo
el sinsentido del azoramiento.

Dios se oculta en sus huellas.
 CUIDADO

Cuidado,
porque si bien obramos en un presunto tiempo,
en un tiempo que presumiblemente
se deshace en olvido,
lo que fue es, y lo que es será:
Todas las rosas de la historia
oran en ascendente aroma,
y la sangre del cuchillo homicida
fluye en forma incesante.

Nacidos de morir:
entonces,
las horas son de la dimensión del ojo
en el que cabe el mar,
y cada palabra, en lugar de mención
es el cuerpo en que habita lo nombrado.

Nadie que no haya muerto sabe.
FINALIDAD

Que el pulidor de diamantes
frote hasta que el mineral
desaparezca,
y así la ausencia
se convierta en metáfora
de la transparencia.

*

Por distintos caminos
somos un mismo rostro,
el mismo desamparo,
el mismo nombre.

Hay playas vacías
donde el sol cae confuso
en forma de castigo o de consuelo,
pero estamos preparados
para esa confusión
y en ella nos gozamos.

Voltear los muros entre
las cosas y sus nombres:
que sea
como nadar el pez,
o perfumar el bosque,
o ladrar el perro,
o volar el pájaro.

*

Desconfiar de la belleza
no es un principio malsano
si se advierte que toda manera de espanto
reviste tanta hermosura
como las repugnantes y prestigiosas rosas.

*

Digamos:
Dejaré las pieles del orgullo
en cada caso. Dejaré de crecer.
Reduciré mis límites
al que impongan mis párpados.
Me quedaré en secreto.

Que nada me atestigue ni me nombre;
que obtenga el olvido ajeno y propio
a fin de poder seguir haciéndolo,
no tanto para hallar
como para que sea
la búsqueda lo hallado.
HAY UNA SOLA LIBERTAD

Hay una sola libertad rescindible:
la que impone la irracional sabiduría.

Saber someterse, pues, cuando llega
el dictado de quietud.

Porque la fácil cesión a la tentación de obrar
puede ser como si una paloma, por afán de belleza,
decidiera estallar
para convertirse en lluvia de plumas.
 LA CONSIDERACIÓN DE LOS MILAGROS

La consideración de los milagros
obliga a una desconfianza razonable.
Más vale el simple asombro,
la inocente incredulidad
y hasta la sabia indiferencia
que la deformación de lo cotidiano
por manía admirativa.
El torpe riesgo es, si no,
que, de pronto, el agua,
en vez de agua de beber
se haga Diluvio o Bautismo.


Las extensas terrazas 
de la casa que jamás fue construida;
las vides ocres que no fueron plantadas;
el tiempo anterior al primer instante;
la ciudades no creadas;
el contrasueño, el revés de la realidad;
lo que no es objeto de olvido o nostalgia;
lo que no existe ni existió
ni en horas ni en geografía:

De todo eso se nutre y muere,
allí reposa,
sobre eso obra esta forma de ser que somos:
una mera posibilidad
ante infinitas renuncias. 
LA EXPERIENCIA DE PAZ

Hay una sola libertad rescindible:
la que impone la irracional sabiduría.

Saber someterse, pues, cuando llega
el dictado de quietud.

Porque la fácil cesión a la tentación de obrar
puede ser como si una paloma, por afán de belleza,
decidiera estallar
para convertirse en lluvia de plumas.
 
NOCHE

La numerosa realidad se borra
en el aire vacío.
Todo pierde su nombre
en la unidad secreta,
y la esencialidad de cada cosa
se recarga
al lúcido amparo de las sombras.

*

Consiste en crear una ventana:
súbitamente surgirá un paisaje
único, infinito,
y el misterio trepará a los ojos.

*

El hacedor de esferas
sueña
que ha de haber otra forma
que contenga y represente todo,
pero sabe
que ese sueño es parte de su oficio.

*

Cuando no hay respuesta
primaria,
ni racional,
ni emocional,
la solución es esa.

*

Volveremos, cada vez,
hasta agotar el ser que somos
para que, de pura vida,
podamos adquirir el sentido
de nuestros nacimientos repetidos.

*

Todo está preparado
para la ceremonia.
Falta el protagonista.

*

La sabiduría de las piedras,
capaces de volar si las arrojan
o de estar, para siempre,
quietas sobre el planeta
atestiguando el cuidadoso
proceso del tiempo
que las pule con su invisible sustancia.
 OFICIO Y FINALIDAD

Repetir una y otra vez
aquello de que se carece
a fin de que a fuerza de insistirlo
quede creado:
dibujar en el aire
hasta que el sonido del rasgo
se convierta en silencio.

Y así, cada piedra contenga su rostro;
y cada instante de sordera contenga su voz;
y cada partícula de oscuridad
revele el sol de su presencia,
y cada gota de muerte
devenga semilla.

Se trata de buscar la palabra
para callarla.

*

Tiende al silencio la palabra,
a fundirse en la bruma que la envuelve,
y el ejercicio del verbo
tiende a enmudecer al practicante.

Así, la mano en el agua
devendrá transparente,
y el pájaro es única forma del aire.
TORRES PARA EL SILENCIO

Eso se quiere,
lo que no está escrito,
la ausencia de la palabra,
un modo de estar
que no requiera signos
ni exija armar esta torre de voces.

En tanto, sin embargo,
inevitablemente,
es preciso valerse
de estas significaciones
parecidas a sombras
y a perfumes de sueños,
como si se tratara
del descanso previo
y del ejercicio previo
y necesarios
para dar la batalla final.

Porque debemos entregarnos
quietos, y en silencio.







   Crítico de arte, poeta y cuentista, Ángel Bonomini (1929-1994) no es un escritor demasiado conocido en nuestro país a pesar de contar con numerosos seguidores. Admirado  por Borges y Bioy Casares, sus relatos suelen participar por igual de lo fantástico y lo real, introduciendo a menudo un componente onírico que los hace perfectamente reconocibles.

     Acceder a los libros de Bonomini, tanto a sus cuentos como a su obra poética, se había vuelto tarea difícil a tal punto que se lo considera un autor de culto.
 
     Prosista de estilo sobrio, riguroso, despojado de adornos innecesarios, a Bonomini se lo recuerda como el último representante de lo que en Argentina se conoció como literatura fantástica.

     Hace unos años, en una mesa redonda realizada en la Feria del Libro de Frankfurt, los escritores Luisa Valenzuela, Pablo De Santis, Ana María Shua y Elbio Gandolfo se refirieron al género fantástico de esta manera:


     De Santis habló de "la historia de una obstinación, de un experimento, de la reelaboración de fábulas", en un intento por definir algo que se presenta como inabarcable, y que termina siempre "en un fracaso".

     "El fracaso parece ser una de las reglas", insistió el escritor y dijo que antes se dio "el relámpago de la iluminación cuando muere el padre de Borges y la literatura entra en el momento más luminoso de todos: Borges vuelve a lo más remoto, al objeto mágico (El Aleph)".

     En los mejores cuentos de Borges, señaló De Santis, "el consuelo de encontrar algo maravilloso no llega a ser suficiente para nosotros. En los últimos aparece el hechizo, una palabra que no admite mediación".





   Otra de las formas de lo fantástico, trabajada por Adolfo Bioy Casares, "es la recuperación de mujeres muertas o perdidas. El construye la figura de un narrador distraído como en `El perjurio de la nieve`, donde una familia repite siempre el mismo día. El cuento se centra en quién es el culpable de romper esta situación", ejemplificó.

    Después Cortázar piensa lo fantástico "como una puerta que se abre a otros mundos, el personaje vive otra cultura y simultáneamente aparece en dos momentos de la historia. En cambio para Silvina Ocampo -contrastó De Santis- "lo fantástico se abre para adentro".

   "En nuestra literatura -observó- no han abundado los diarios, que son reemplazados por lo fantástico, donde está lo más íntimo".

     Hablando de porcentajes, Shua dijo que nuestra literatura tiene uno altísimo de este género, tanto que llega a los autores de novelas realistas: "Estos escriben sobre la ciencia ficción y otros temas emparentados con lo fantástico".

  "Esto sucede por el peso de la tradición, los argentinos no sentimos que nuestra realidad sea mágica, más kafkiana que `garcia marquezca`", arriesgó.

  Y continuó tratando de definir, "ese humor raro, lo absurdo tocando lo cómico, todas las categorías se confunden en el género fantástico. Una narrativa de lo imposible que admite todas las técnicas".

 "Es difícil para un autor escapar a la tentación de lo fantástico que se filtra en todo", resumió.

  En nuestra literatura este género "suele ser marginal, la historia secundaria que sostiene la principal. Rara vez convoca al terror, suscita incomodidad", apuntó.

  Para Borges, indicó la escritora, "el universo es un lugar extraño, indescifrable al que la palabra no puede aludir. Cortázar divide la realidad, debajo de lo cotidiano ocurre algo misterioso".

  Gandolfo mencionó, entre otros nombres, "a Abelardo Castillo que profundiza a Cortázar; Angélica Gorodischer usa el fantástico para literatura feminista y Piglia, en `La ciudad ausente`, como un elemento más", sin  olvidarme de Ángel Bonomini el mimado de Bioy y Borges.





  Luisa Valenzuela exclamó: "Me tranquiliza lo que dijeron en esta mesa, pensaba en lo fantástico que viene con Poe, del horror que extrañamente hemos dejado atrás".

  Lo aterrador desde la experiencia de la dictadura militar "no lo sentimos más como tal, ahora es más natural, aparece desde los laterales de la mente, desde los sueños".

  La escritora recordó que de pequeña su hermana le contaba cuentos de terror para que comiera: "En un cuento hay niños que llegan a una casa abandonada y en el piso de arriba se sienten los pasos de una mujer sin cabeza, muerta de un hachazo, que buscaba venganza: mi literatura es la búsqueda de saber el final de este cuento".

 "Yo creo que hay un desvío de lo fantástico en la Argentina", analizó al referirse al último libro de De Santis donde "los vampiros son libreros de viejo, coleccionistas que viven en lugares ocultos, que intentan no responder a la sed primordial, porque van a ser condenados y utilizan un elixir, para evitarlo".

  Ángel Bonomini nace en Buenos Aires el 13 de octubre de 1929. A los 18 años publica su primer libro de poesías, Primera enunciación, género que profundiza en las siguientes tres obras: Argumento del enamorado, Las leyes del júbilo y El mar. Si bien luego de la publicación de estos cuatro títulos Bonomini se inclinó más sostenidamente por el cuento, nunca abandonó por completo la poesía, publicando en 1982 Torres para el silencio y en 1991 De lo oculto y lo manifiesto.

  Su debut en el género fantástico se produce  en 1972 con el libro de relatos Los novicios de Lerna, que mereció el primer premio municipal; el autor obtuvo también la beca Fullbright y en 1974, el premio de la Fundación Lorenzutti, esta última distinción, por su labor como crítico de arte, que ejercía en el diario La Nación, matutino al que había ingresado como periodista al regreso de una larga temporada en los Estados Unidos, donde se desempeñó como traductor en la revista Life en español.

   A Los novicios de Lerna, le siguen El libro de los casos (1975), Los lentos elefantes de Milán (1978), Zodíaco (1981), Cuentos de amor (1982), Historias secretas (1985) y Más allá del puente, editado en forma póstuma en 1996.




   En 1983, su cuento Memoria de Punkal fue seleccionado entre los ocho mejores enviados desde los países de lengua española al Primer Concurso Internacional Juan Rulfo, organizado en París por el Ministerio de Cultura de Francia y la Casa de la Cultura de México. Por su parte, Jorge Luis Borges seleccionó, su cuento Iniciación del miedo entre 2700 trabajos presentados a un certamen del género.
  
    Ángel Bonomini murió en 1994.