"Quiero más una libertad peligrosa que una servidumbre tranquila" Mariano Moreno

jueves, 24 de septiembre de 2015

ENRIQUE WERNICKE: EL FABRICANTE DE SOLDADITOS DE PLOMO


 Guillermo Saccomanno, en un excelente artículo publicado en la página de Télam-Cultura del 26 de febrero de este año, analizaba la vida y obra de Enrique Wernicke (1915-1988) y nos acercaba a la mística de un hombre no clasificable que siempre estuvo al límite de todo y que su salvavidas fue la literatura. Relata Saccomanno:
Con frecuencia se ha dicho que Wernicke es un escritor mítico. Paradójicamente, la categorización de “mítico” se vincula con el calificativo de “olvidado”. Con respecto al mito, sus datos biográficos apuntan a consolidarlo y puede conjeturarse que, en alguna medida, el mismo Wernicke contribuyó a esta construcción.   La militancia en el PC y su expulsión, una diversidad de oficios entre los que se destaca el de fabricante de soldaditos de plomo, un correrse deliberado de los circuitos de prestigio cultural, el alcoholismo y su reclusión en la ribera tienden a apuntalar su fama de lobo estepario. Como alguno de sus personajes, en esta construcción Wernicke se ubica en los bordes.    Pero, ¿y su narrativa? Acá también hay una elección de los márgenes. Si bien Wernicke escribió novelas, teatro y fugazmente poesía, su consolidación como narrador se debe casi fundamentalmente a sus cuentos, en los que opera una poética de la restricción. Aun cuando el cuento tiene toda una tradición en el Río de la Plata, su celebridad suele ser inferior a la de una novela. Que Wernicke dedique a sus cuentos el cuidado obsesivo de un orfebre induce, desde una perspectiva lúdica, a una interpretación que relaciona lo biográfico con la escritura: la fabricación de soldaditos y la creación de cuentos brevísimos como actividades complementarias. Juguetitos, en ambos casos. Pero no hay que engañarse: los cuentos son juguetitos rabiosos.
La suya, se ha dicho, es una narrativa de gestos cortos, frases que eluden toda estridencia. De entrada, lo que llama la atención es una prosa despojada, tersa, que puede recordar tanto a Chejov como a Babel. Wernicke marca, desde sus inicios, la búsqueda empeñosa de una separación de la ciudad. El alejamiento responde a una elección, en términos sartreanos, que lo impulsa a un estoicismo encallecido identificable con el destino de los perdedores.   En el afuera se descubre un tiempo donde cada acción tiene otro significado. Entre líneas, Wernicke explica lo que postula como su poética: “una voz lerda para razonar pausado”. Su poética está cifrada en la síntesis. “Jamás imaginé que las palabras tuvieran un poder semejante” escribió. “Apenas si voy por la mitad de un cuento y siento como si me hubiera pasado toda la vida en este campo”. Hombres, animales, herramientas, trabajos, responden a una misma estrategia: el rescate de los márgenes. En tanto, la voz del narrador, sutil, pausada, se impregna con el “tempo” de lo narrado.   A Wernicke, en su tiempo, no le fue fácil encontrar aceptación. Aún cuando pudo ganar algún premio estatal, su narrativa tiene un número reducido de lectores. El panorama literario de su época se divide en polos antagónicos: la izquierda heredera de las premisas del boedismo, por un lado; y por el otro la derecha, dueña de los rotograbados dominicales que festejan a Mallea.

 Sumamente interesante resulta la obra de Wernicke, a tal punto que varios de sus textos incluidos en un diario de 1500 páginas, titulado Melpómene, permanecieron inéditos por mucho tiempo.

 El que sigue es un texto desgarrador de ese calidoscopio y  un llamado de ayuda. A veces los “avisos emocionales” no  los queremos ver. Vayamos a su encuentro:

Diciembre 29 de 1957

Se termina este año extraordinario. Y yo, a los casi cuarenta y tres, me encuentro en un comienzo. No tengo en dónde trabajar y ando en busca de un "empleo". La fabriquita de soldados no da más y ninguno de los "grandes proyectos" ha cuajado. El saldo de este año es: un hijo que nacerá el mes que viene; un libro de cuentos "muy bueno"; una novela corta en borrador, y deudas por casi 20.000 pesos.

Aplastado por una sensación de fracaso. No se trata de que no me sepa haragán y borrachín. Pero hay borrachines que se "la rebuscan". Yo no. El resultado de estos diez años de "no tener que ir al centro", ha sido escribir cuatro o cinco libros. Y cambiar de mujer tres veces. Y de perro otras tres.

He perdido contacto y relación con cuanta persona puede ayudarme. Y, se me ocurre, he ganado fama de informal, borrachín y loquito. Mi único prestigio: "soldaditos", los divinos soldaditos que me permitieron vivir sin pedir nada a nadie (de mis círculos literarios).

No tengo absolutamente nada. Y no lo tendré por mucho tiempo. Es evidente que yo calculaba, "dejando pasar el tiempo", que algo iba a suceder, que "mi gloria" me iba a asegurar un modesto pan cotidiano y que vendrían a buscarme para darme changuitas. Eso no ha sucedido. El mundo no perdona la indiferencia y el engreimiento, y hay que hacer muchas cosas para que a uno "lo vengan a buscar".

Analizando los hechos, pienso que la vida solitaria de estos años, tan útil para madurar a un Enrique escritor, me ha impedido salir a la calle. El problema de "dónde como" y "quién cuida del perro" me ataba ridículamente a mi casita. Años que no voy al cine, que no veo exposiciones, que no sé qué pasa en Buenos Aires. Si soporto el asqueroso viaje al centro, el traje y la sudada, me vendrá bien un cambio de vida. Pero temo sentirme abrumado por tanta cosa odiosa y que el trago me derrumbe la salud. Habrá que esforzarse como nunca. O pegarse un tiro.





 Wernicke trató de vivir de la mejor manera, fue periodista, agricultor, titiritero, publicitario y, sobre todo, fabricante artesanal de soldaditos de plomo.

 Instalado en la ribera, norte del Gran Buenos Aires –por entonces inundable y donde se escenifican gran parte de sus textos–, encontró en el alcohol su refugio y hasta el día de su muerte no pudo abandonar el vicio. Abrazó la filosofía de un intelectual de izquieda y supo convocar en torno a sí a buena parte de esa corriente intelectual de los años ’50 y ’60.

 Andrés Aldao define así a su amigo: Wernicke fundó un estilo, basado en el laconismo y en la descripción de vidas ordinarias, que años más tarde, y de la mano de autores norteamericanos como Raymond Carver, sería bautizado "minimalista".

Como legado dejó, además de su obra de ficción, un diario de 1500 páginas, titulado Melpómene, que aún continúa casi totalmente inédito en el que se vuelcan tanto sus frustraciones personales como sus dudas, sus furias, sus incertidumbres y opiniones crispadas sobre el trabajo literario.

Recluido en la costa, Wernicke eligió ese paisaje del río como territorio íntimo y mítico mientras su escritura se iba afilando cada vez más en cuentos más cortos. A medida que avanzaba en el arte del cuento, su impronta “realista” se fue borrando en función de la asepsia y la neutralidad simbólica como sellos personales.

Si bien en sus comienzos puede advertirse la relación entre la trama y una paradoja, la “enseñanza”, proveniente de su producción de relatos para chicos, Wernicke fue depurando con obstinación todo atisbo de mensajismo.

En su brevedad y despojamiento, sus cuentos aspiran cada vez con mayor precisión al insight. Y, en su modo, anticipan los relatos últimos de Miguel Briante, otro marginal de circuitos y modas literarias, que supo conseguir con sus narraciones verdaderas piezas poéticas en las que el acento campero se entrevera con un decir firme y definitivo.

Rescatados del olvido en una edición completa -hace pocos años, Editorial Colihue publicó una antología de sus cuentos, los cuentos de Wernicke confirman sus dones. Necesaria, imprescindible, esta edición, un auténtico acontecimiento, viene a probar el cuidado de orfebre que Wernicke le dedicaba a cada cuento. “Jamás imaginé que las palabras tuvieran un poder semejante”, anotó en su diario. “Apenas si voy por la mitad del cuento y siento como si me hubiera pasado toda la vida en este campo.” Su arte consiste en una persecución constante de la síntesis.


La ribera

Desperté bruscamente, totalmente lúcido.

Era imposible demorarse en la inconsciencia: la mañana estallaba en la ventana de la piecita y me había penetrado el cuerpo cuando apenas entreabrí los párpados.

Me senté en la cama apoyando la espalda en los duros barrotes. La luz invadía la reducida habitación y su impertinente desenfado señalaba los más graves defectos de mi vida: soledad, desorden, pobreza. Sábanas arrugadas y sucias. Ropa en el suelo. Una botella de vino, vacía. Un libro abierto y manchado. Puchos de cigarrillos.

Estigmas de una noche como tantas.

Pero la ventana me ofrecía un nuevo día y resultaba grato recomenzar a vivir.

Me vestí distraídamente. Miraba las ramas del sauce recién brotado que se interponía entre mi casa y la calle. Cuando di unos pasos buscando mis alpargatas, el piso cedió bajo mi peso con esa blandura que suele tener la tierra fresca. Sonreí. No siempre soy capaz de sentir las cosas.

Di otros pasos por sentir nuevamente la elasticidad de la madera. Y recordé la sensación que se experimenta al subir a un bote y la liviandad de la marcha sobre un muelle de madera.

Recordé un mar lejano. Y de pronto me sentí feliz.

Al fin de cuentas, una vez más vivía en una ribera, y el río, si no el mar, estaba a unos metros de mi casa.

La soledad concede despertares puros. Cuando se vive solo, se es mucho más virgen y al levantarse de la cama es común azorarse de sí mismo. Se es más auténtico, más sincero.

Me digo que viviendo solo es imposible mentirse de mañana y aun las trampas que aceptamos rotundamente por la noche, con la luz, con la inepta carne que llevamos al despertar, quedan ridículamente en descubierto.

Comienza hermosamente mi día.

Salí de la pieza y busqué el diario que, como de costumbre, el repartidor había tirado entre las hortensias. Al hundir la cabeza en el follaje el rocío me lavó la cara. Y allá en la sombra de las hojas descubrí la noche que había perdido. La tierra olía a humedad y se negaba al día.

La calle estaba llena de sol. Me dejé tentar. Abrí el portoncito de alambre y salí a buscar esa caricia tibia que se desparramaba en la mañana.

No, no pienso nada. Siento.

El terraplén del tren me cerraba el paisaje con su hirsuto lomo de tierra. Le di la espalda y volví a casa. A través de los árboles, caminando con los ojos todo el largo de mi terreno, anduve, anduve hasta que llegué al río. Pero para entonces ya estaba detenido ante la puerta de la cocina. Y había que prepararse el mate.

Vivo en la ribera. Mi casa da frente a una estrecha calle de tierra que corre paralela a un alto terraplén de ferrocarril. Los fondos de mi terreno son como el mismo fin de la tierra porque dan de boca, entre abruptas toscas, contra el río.

El terraplén del ferrocarril es un muro inaccesible que nos tapa la vista de la ciudad. El horizonte del río, por lo contrario, nos invita a todas las ansias.

Necesariamente, mi paisaje me niega la amistad cercana y me entrega a las ridículas apetencias de todos los que sueñan imposibles.

El edificio que habito es uno de los tantos, típicos de la ribera: paredes de tabla machimbrada, techo de cinc.

Cuatro pilares de ladrillos levantan los esquineros a un metro del suelo, en prevención de las crecientes.

Por eso mi casa vibra y resuena como los muelles y las ramblas.

Al frente tengo un sombrío jardincito de dos metros. Hortensias, agapantus, un ceibo retorcido, dos álamos y la gran rama de un sauce que se alarga desde el terreno vecino.

Se entra en mi casa por un costado del lote. Y de quererlo, se continúa por una especie de camino hasta las grandes toscas del río. Antes, mirando al pasar, de lado, se ve un patio de tierra sombreado de mimbres y sauces donde una casilla mucho más levantada, mucho más vieja y decrépita, me sirve de taller.

Hace apenas unos meses que estoy aquí; pero ya me he hecho a vivir sobre la costa. Bueno, he conocido esta ribera desde niño: nací en la loma de Vicente López.

De cualquier modo, una ubicación oportuna puede ser la salud de un hombre. Y yo me digo mientras escribo esta página: parezco o debo ser mucho más feliz de lo que creo.

Entré en la cocina sin prestar atención al perro que dormía cruzado en el umbral. Casi me fui de narices cuando se levantó para saludarme.

Mientras encendía el primus y preparaba el mate observé al pobre y viejo animal que, seguramente arrepentido de haber comenzado con tan mala estrella el día, me miraba con ojos de pordiosero y meneaba el rabo dulcemente.

Los perros, ¡malditos sean! –me dije–, me son tan necesarios como un espejo. En ellos veo mi mal humor, como las canas cuando me afeito.

La pava comenzó a cantar.

Los chicos abrieron el portón, pasaron frente a la ventana de la cocina y treparon al taller en cuatro saltos.

Saqué mi silla de paja y en un rincón habitual cebé mis mates mirando el río.

Desde aquí se aprecia bien la línea de la costa. Las ramas de los sauces, apenas verdecidas, no llegan a tocar el suelo y forman un marco perfecto para mirar la mañana y la lejanía del agua.

Uno mira, se distrae y siente como si goteara la vida.

En el taller –a muy pocos metros, allí arriba en la casilla–, las zapatillas de Miguel Angel dieron contra una lata. Escucho el ruido, chupo mi mate. Es como si un fantasma transparente de mí mismo entrara sonriendo en el taller.

Susana debe estar sentada derecha en su silla. Tiene las manos quietas y piensa en el trabajo que debe acometer.





Y entretanto, yo, otra vez en mi comienzo, en mi mañana, abandono el río; abro el diario y enciendo un cigarrillo.

El diario, sus telegramas, quieras o no son en mi caso una picana que toca olvidados recuerdos y amargas comprobaciones. El solo nombre de París me altera todo. Vivo, pues –y esto se repite cada día–, un instante descentrado: no estoy donde parece ni alcanzo a estar donde yo quiero.

París se desangra. Esto es brutal y duele como un golpe.

Poco después, me descubro sentado en mi silla de paja.

Ya está la brisa entre los sauces. Luego de algunas horas será sudeste.

Pequeños detalles que me afianzan el día.

Dejo el diario, dejo el mate. Subo al taller.

Son mis manos las que me dan de comer. Y esto puede decirlo sólo un hombre que no tiene un origen proletario.

¡Es tan burgués el hacer hincapié entre las manos y la cabeza!

Cuando un burgués cae –ésa es la palabra histórica– en la artesanía o en el proletariado, como burgués es un desclasado.

Lo compruebo en mí mismo.

Hace tres años que he renegado del periodismo. Hoy –aunque un poco literariamente– me enorgullezco del humilde oficio que practico. No sé bien si corresponde llamarme fundidor o cincelador. Utilizo ambos procedimientos para crear pequeñas figuras de metal que luego se pulen y se pintan.

Mis clientes son coleccionistas y anticuarios.

Es común en mis noches de ribera regocijarme con la minúscula historia de mi taller artesano. Parece una adaptación escolar de la historia del hombre primitivo: torpezas, asombros, descubrimientos. Un lento derrotar pequeños contratiempos. Una lucha silenciosa y vergonzante contra la propia ignorancia, alentada por el afán de bastarse a sí mismo.

–¡Inconcebible, ridículo! –comentaba un amigo–. En esta época, en este Buenos Aires, un hombre solitario inventando un oficio...

Es evidente: desde cierto punto de vista, todo mi taller es absurdo. Pero ser un pobre aprendiz frente a sí mismo, monologarse lecciones noche tras noche y llegar por fin a ser dueño de las propias manos, lograr lo que uno quería de sus dedos, es tan dulce como un cuento para niños donde todo es simple, doloroso y bueno.

–Es como si vivieras desconectado de todo.

–Es verdad. A veces pienso que no vivo.

No puedo compararme sino con lo que fui. Viví en Europa, fui periodista. Vestí bien, comí mejor, anduve los bulevares, estuve entre la gente, en un mundo caliente y terrible.

Hoy soy un hombre de la ribera que se arremanga los pantalones para no embarrarse las bocamangas.

Soy más feliz. Puedo, al menos, llegar a ser más feliz. Reconozco, sin embargo, que hasta la más completa paz que llegue a brindarme esta existencia tendrá un perfume casi desvanecido de desastre.

Porque los sauces, el río, el cielo, el solitario ajetreo de mis manos, no bastan para darme el sentido del hombre.

Miguel Ángel ha estado pereceando. Lo adivino en el apresuramiento con que toma una lima y un particular encogimiento de su espalda, gesto automático de quien se siente en culpa.

Además, desde hace días yo también observo lo que distrae al chico: un hornero se ha puesto a construir su nido en el árbol seco que se ve desde su ventana.

Pero está mal, me digo, que el trabajo se atrase; es justo que me irrite. Y al calificarme de justo me doy el derecho de ser cruel.

Susana ve que su hermano no hace nada, pero es incapaz de hacerle la mínima observación. Ese deber corresponde a su patrón.

Me detengo ante la mesa del chico, le pongo una figura en la mano y le digo:

–Vamos, a trabajar, rápido... –y lo zamarreo cariñosamente.

Voy hasta el otro extremo de la habitación, donde pinta Susana.

Resulta extraordinario que esta casilla de cuatro por cuatro nos brinde un taller tan amplio. Tal vez se debe a que tiene tres ventanas y una puerta con vidrios, o a la disposición de las mesas, una contra cada pared. Los tres nos damos las espaldas y, cuando hablamos, las voces suenan lejanas.

Alguna vez sucedió que, ante la inminencia de una tormenta, cada cual ha opinado de acuerdo con la visión de su ventana. Un cielo distinto. Para mí “las nubes van”, para Susana “vienen”.

Es raro que nos levantemos en las horas de trabajo, nuestro oficio no reclama trajines y sí, en cambio, una quieta y permanente atención. El trabajo nos atrapa, las horas se van rápidamente, y al terminar la jornada, uno comprende con asombro y tristeza que se ha perdido un pedazo de vida en un mecánico esfuerzo manual.

Por eso somos distintos al comenzar el día. Y por eso nos parecemos tanto cuando nos despedimos.

Pero Miguel Ángel es muy joven. Sólo tiene trece años y no participa íntegramente del clima del taller. El tiene una vida aparte con su sauce seco, su hornero, sus travesuras y sus modorras de muchacho; Susana, en cambio, deja su personalidad en cada objeto que toca y recibe a su vez, espesamente, el silencio del taller. Su adolescencia sin pasado se entrelaza en nuestras horas. Es que tiene un espíritu fácil a la vida, de esos que no clasifican ni pesan los actos. Para ella todo parece ser importante, y trata de hacerlo todo bien. Con sus largos silencios habituales nos ha hecho silenciosos a nosotros. Ella dice lo contrario, que ha sido la casilla, el trabajo, lo que apagó su voz.

Susana es severa en su oficio. Cuando yerra levanta la cabeza, suspira y sin una sola observación borra la pintura para comenzar de nuevo.

Yo podría decir sin mirarla si está conforme o no con cada pincelada.

Conozco los crujidos de su silla y, cuando se recoge el pelo con un gesto de muchacho, siento en el aire que ha levantado la mano.

Es que el taller se ha vuelto demasiado íntimo. Y eso pese al deseo que tuve alguna vez de hacer de mi trabajo una ocupación mecánica y anónima. Pensaba que era bueno trabajar sin entregarse, sin gastarse, sin poner el corazón, la alegría, la vida de uno, en fin. Porque los resultados no lo merecen. Nuestras figuritas no son más que tantos adornos de salón que sobran en este mundo donde tantas cosas faltan.

Pero no está en mi carácter lograr esa indiferencia. Y menos aún cuando como ayudante tengo a esta muchacha que aprecia tanto su trabajo y que me empuja, con buenos adjetivos, a que me esmere y logre lo mejor.

Y bien. No debe uno empecinarse cuando la vida impone toda su fuerza.

Tal vez no estoy maduro para vivir sin secretos; tal vez yo necesito, como un chico el calor de la escuela, este misterio de artesano medieval; tal vez, me digo por fin, sólo sirvo para esto y nada más.

La ventana de Susana es la más verde de todas. Cuando llegue el verano, las hojas de los sauces llegarán hasta su mesa y sus pinceles. Sobre ese verde exuberante, Susana recorta de espaldas su figura: una nuca delgada, larga, conmovedora, los hombros anchos pero un poco tristes.

Se sienta erguida en su silla de paja y trabaja con elegancia, sin despegar los codos del cuerpo. Sus movimientos son suaves, controlados.

Cuando esta chica tiemble, será como si toda la vida temblara.

–¿Está bien así? –pregunta sin volverse, adivinando mi presencia a sus espaldas.

–¿Qué?

–Esto... –insiste, señalando un detalle en el grabado y alza la figura que lo copia. Se trata de un complicado vendedor de velas que litografió Bacle. Los ponchos se superponen en los hombros del mulato.

Explico como puedo el porqué de la vestimenta con el fin de descubrirle la ubicación de los colores. Me escucha con el pincel en alto, en absoluta inmovilidad.

–¿Comprendés?

–Sí –responde. Y su larga mano desciende lentamente como si fuera a desplomarse muerta sobre la mesa.

En mi banco se amontona bastante trabajo atrasado. Me siento decidido y tomo las herramientas. La mesa es todo un mundo de buriles, cortaplumas, pinzas y limas. Las figuras comenzadas parecen esperar mi intervención. Como iniciando el ensayo de una comedia, tomo una, la reviso y por fin comienzo a trabajarla.

–¡Qué linda va a ser esa figura! –dice Susana, desde su distancia. Yo sé que se refiere a esta pieza que tengo en las manos.

Su observación me interrumpe.

Miro por mi ventana. Recuerdo la mañana en que estos dos chicos llegaron por primera vez a casa. Susana vestía la misma pollera que ahora tiene, y tal vez la misma blusa de muchacho.

Me pareció frágil aquel día. Y no lo es. Entonces no la encontré bonita. Ahora me atrae hasta su nariz filosa y osada.

–¡Ya terminé! –exclama Miguel Ángel, con ese tonito de mal alumno que quiere hacer rabiar a la maestra.

Estoy distraído. Trato de recordar por qué me impresionaron los ojos de la muchacha.

–¿Qué hago? –insiste el chico.

–Limpiá la figura. Buscá el ácido –respondo malhumorado.

Arrastra la silla. Camina y el suelo vibra. Otra vez la sensación de barco. Hoy, desde temprano vivo un mar. Pero mi mano derecha empuña el buril y me obliga a retornar a mi mesa.

Nono. Sí, es Nono que llega de visita.

Se ha quejado el portoncito de alambre. El perro ha lanzado dos ladridos desganados. Estiro el cuello y veo al amigo, al pie de un sauce. Acaricia al cuzco y mira mi ventana. Lo saludo con la mano.

–Esperá, Nono, ya bajo –digo, aunque sé que no me oye.

No trabajaré más esta mañana.

Miguel Ángel se mueve en su silla. El tampoco hará nada más.

Susana, como si no me hubiera oído.

Mientras bajo la temblona escalera, Nono me observa silencioso. Recién cuando toco tierra, dice:

–¡Buenos días! –y me tiende la mano como si hiciera días que no nos vemos.

Pero Nono es vecino cercano y su alto corpachón pasa frente a mi casa varias veces por día. Para Nono, un encuentro es cosa de la casualidad y una visita, en cambio, es una evidente manifestación de su deseo de verme. Las visitas, y más aún éstas de mañana, tienen su ceremonia.

–No me ha llegado el material –explica–, y aprovecho el rato para verte.

–Me alegro; tomaremos un traguito de vino.

Yo voy hacia los hombres como quien visita un nuevo paraje. Me gusta, necesito el paisaje de almas distintas, y si fuera pintor haría cuadros monumentales con sus historias. Al fin y al cabo, todo lo que a uno “le ha sucedido” no es más que el moblaje que llena ese hueco que es la existencia.

Nono es de otro mundo que el mío. Estoy en viaje, lejos del taller, de sus figuras. Casi podría decir que los chicos son un recuerdo, aunque estén a dos segundos de distancia.

Entro en mi pieza y traigo dos sillas y una botella de vino. Ceremoniosamente nos sentamos frente a frente, bajo los sauces.

Cuando sirvo en los vasos, Nono escarba en el bolsillo y me entrega un buen pedazo de queso.

Mientras masticamos nos miramos seriamente. Y casi al mismo tiempo comentamos:

–Muy bueno, excelente.

Ahora bebemos un buen trago.

–Pasable...

Es una costumbre peculiar, una especie de rito en nuestros convites.

Hincamos la atención en estos pequeños “vívires humanos” y comentamos y juzgamos todo cuanto bebemos y comemos. Cumplido el hecho, es raro que volvamos sobre el tema a no ser que merezca una comparación. “Tan bueno como el de aquel día.” Pero generalmente no llegamos a tanto. El vientre no merece más de lo que da.

Tenemos el río allí no más, a cincuenta metros. Y sobre el río el cielo amplio, dueño del tiempo. Y decimos algunas cosas simples como quien tira piedras al espacio inmenso.

–¿Cómo marcha tu obra?

Nono es maestro albañil, especie de constructor.

–Adelantando... de a poco.

Ya lo sé. No podría ser de otra manera. Pero no puedo ahorrarme la pregunta.

–¿Y el taller? –dice a su vez.

–Andando.

–¿Los chicos?

–Trabajando.

Nono asiente con severos movimientos de cabeza. Sus ojos, hasta ahora, no se han detenido en los míos. Pero de pronto alza la cara y todos sus rasgos resaltan como inmovilizados en un retrato. Su gran nariz, sus ojitos azules, su boca débil.

–Ayer estuve en Barracas.

Esto ya no forma parte del preámbulo. Nono tiene algo que decirme. Hablará él, desplegará su paisaje. Me aflojo en la silla y aguardo. Como si se oscureciera el cine.

Los sauces hamacan el aire que respiramos.

Susana ha abierto su ventana y su blusa florece en el desgastado color de la casilla.

El río, allí no más, ha de estar maravilloso.

Nono habla.

Y entre distraído y atento, yendo y viniendo con sus palabras, voy y vuelvo por una pequeña aldea italiana que en estos días vive la totalidad de la guerra, con bombas y hazañas de guerrilleros.





Maravillas

Era un hombre simple, tímido, irresoluto, y bastaba verlo para saber que tenía un corazón de oro. Pero los empleados del ministerio envidiaban su importantísimo puesto y tejían intrigas, inútiles por lo más, para arrebatarle el favor del Jefe.

Maravillas era el secretario Privado del Primer Ministro, su consejero; su confidente, mejor dicho. Maravillas era la sombra del gran hombre y, cuando aquel lo concurría a su despacho, se pasaba sentado frente a la puerta aguardando.

Su sobrenombre-mote de infancia- explicaba singularmente su destino. Maravillas había sido condiscípulo del dictador y había ganado, en aquellos tiempos, ese aprecio y esa confianza que no habían disminuido ni las separaciones ni los años.

Pero la verdades que Maravillas cumplía su deber como ninguno.

-¡Hombre! -gustaba exclamar el dictador cuando llegaba al ministerio. - ¿Ya estas aquí?¡Vamos! Tenemos mucho trabajo.

Esto significaba que el Jefe desaparecería en su despacho por muchas horas, preservándose de los importunos con unos cerrojos imponentes que al correrse, daban la impresión de la perfecta impunidad.

Dentro del despacho, el Jefe había impuesto su clima violento y grandilocuente. Un salón inmenso cuyos muros de mármol siempre parecían empapados por secretas segregaciones. Ventanales altos, medievales, abiertos con cortinas oscuras y pesadas. Por todo moblaje, fuera de algunas bibliotecas, una inmensa mesa de trabajo, un sillón y una banqueta pequeña con algo de trasto de portería. En esta se sentaba Maravillas cuando el dictador ocupaba su trono.

A ese recinto no llegaba un rumor. En cambio, si una voz fuerte sonaba en sus extremos, retumbaba en ecos sucesivos. Se decía que el Jefe usaba el eco para impresionara los extranjeros, pero lo cierto era que muchas veces, el mismo temblaba al sentir como su voz - ¡tan rica! - se repetía luego cascada y muerta.

-¡Maravillas!¡Los cerrojos!

El secretario tenía orden de revisar las puertas antes de comenzar el trabajo. Y luego hacia la luz, corriendo un poco los cortinones. Mientras tanto el Jefe se acomodaba en el sillón.

Maravillas cumplía la tarea con pasos menudos y tranquilos. Esa paz que respiraba el servidor era como un sedante para los nervios del Ministro. Porque, a pesar de llevar años en el poder, nunca podía alejar de sí el temor de que algún intruso lo estuviera espiando. Maravillas se acercaba a la mesa y el dictador sonreía.

-¡Comencemos!

"Comencemos...", decía el eco. Y se iniciaba ese juego misterioso que absorbía por iguala Jefe y empleado.
Sobre aquella inmensa mesa yacían unas cincuenta madejas de hilo, todas anudadas y retorcidas. En parte, los hilos caían al pie de la mesa formando como un signo de cábala sobre la alfombra roja y dorada. Los extremos de la inverosímil madeja pasaban sobre el escritorio y caían a su vez a espalda del sillón.

Esa absurda confusión de hilos, ovillos y madejas encerraba el destino de un Estado.

Cuando el Jefe daba la voz, Maravillas estaba de pie. Sus ojos azules permanecían clavados en las manos del dictador mientras este, con un cierto temblor, comenzaba a tirar simultáneamente de muchos cabos.

Las madejas cobraban unos movimientos de serpiente y, poco a poco, dejaban pasar los hilos. El Jefe empezaba actuando con suavidad, pero pronto alcanzaba un movimiento rítmico y audaz.

-¡Maravillas!-gritaba el Jefe angustiado. -¡Cuidado! ¡Los ingleses!

Y nadie hubiese sospechado tanta agilidad en aquel hombre servil y tranquilo. Con toda rapidez se lanzaba sobre la mesa y con dedos febriles solucionaba algún enredo entre los ovillos. Durante un segundo, ambos hombres vivían un tiempo largo como un siglo. Pero cuando el Jefe comprobaba que todo seguía bien, suspiraba desahogándose, y Maravillas, lleno de felicidad, se sentaba a descansar en su banqueta.

Como las interrupciones no eran frecuentes, el secretario solía abandonarse a pensamientos queridos. Pensaba en su mujer, en su adorable bomboncito. Maravillas tenía por esposa a una paloma de campo, arrulladora, hacendosa y limpia, y el amor desbordaba en su hogar. Además, se admiraban mutuamente y sus conversaciones siempre asumían ese tono de alabanza que hace tan felices a las mujeres y a los hombres.

-¡Como has hecho mujercita, para lograr ese budín? ¡Parece la cúpula de la catedral!

La esposa sonreía modestamente.

-Agua y harina, fuego lento y nada más. ¿Cómo puedes asombrarte de esta tontería, tú, que cumples el trabajo más difícil del mundo?

Y ahora Maravillas sonreía. -Mi empleo es sencillo, mujercita.

Pero la mujer, con los ojos brillantes de emoción, arrimaba su silla insistiendo:

-Dime, ¿cómo haces para conocer por su nombre a los hilos?

Maravillas demoraba en explicarse. El asombro de su esposa planteaba otro asombro en su corazón.

-No sé -respondía por fin-.

Yo adivino todo en los ojos de Su Excelencia... Cuando estoy solo no sé nada... Sírveme otra tajada del budín... Pero, ¿cómo has hecho para que suba tanto?

A esta altura de sus sueños -porque todo era recuerdo del empleado- el Jefe lo palmeaba.

-Hemos terminado por hoy, Maravillas.

Y como siempre se levantaba satisfecho, una vez le preguntó de pronto, conmovido por la eficacia del secretario:

-¿Cuándo vas a tener un hijo, Maravillas?
-¡Oh! ¡Jefe!¡Usted adivina! Dentro de tres meses. Paloma esta embarazada.
-Seré su padrino- dijo el Ministro- Y el darás mi nombre de batalla: ¡Petrus!

Maravillas le toma la mana y la besa. El superior 10 deja hacer, sonriendo.

Transcurrieron los tres meses señalados. Paloma paría un chiquitín robusto y Maravillas pudo llevar en brazos a su heredero.

-¡Ya nació Petrus, Excelencia! -dijo feliz cuando llegó al despacho.

Pero el dictador pareció no oírlo. Últimamente, los negocios no marchaban. Las gentes andaban sublevadas y cada telegrama que llegaba al palacio anunciaba una revuelta, muchas muertes y, lo que es peor, que no se podía hacer nada.

-¡Excelencia! ¡Nació Petrus!
-¡Ah! - dijo por fin. - ¿Tu hijo? ¡No digas!
-Paloma está feliz, Excelencia, y lo espera.
-Pues iré a tu casa muy pronto. ¡Dile que atienda a que no me mee cuando vaya!

Rió de su broma y la tos lo atragantó. Maravillas se apartó respetuosamente y corrió los cerrojos.

-¿Y qué vamos a hacer con tu hijo? -dijo el dictador reponiéndose.
-¡Excelencia, será un buen campesino!
-¡No, hombre!¿Qué estás diciendo? Tu hijo vendrá a palacio a reemplazarte cuando tú estés viejo. Y vendrá para ayudar a mi hijo cuando yo este muerto.

Maravillas no respondió. -¡Comencemos!

Y otra vez se inició el juego misterioso. Los hilos corrieron sobre la mesa en tanto el secretario permanecía atento a la voz del superior. Todo andaba bien.

Maravillas entrecerró los ojos y pensó en su mujer, en su casa y en Petrus, el heredero. Paloma, el budín y las catedrales. Sonrió en sus sueños. Y de pronto, sin tener dominio sobre su voz, sintió que decía:

-¡Excelencia¡¿Porqué no ha de ser campesino?

El Jefe saltó en el asiento.

-¿Cómo?

Era la primera vez en su vida que el empleado lo interrumpía en el trabajo.

-¡Maravillas!-dijo secamente. Pero después fue un grito: -¡Maravillas!¡Las colonias!

Maravillas pensaba en Petrus.

-¡Las colonias! ¡Los empréstitos! ¡El inglés! ¡No oyes?

Maravillas se lanzó sobre la mesa, aturdido, desesperado. Metió la mano entre los hilos y confundió aun más las madejas.

-¡El inglés!-gritó el dictador, ya ronco. Y cerró los ojos.

Cuando el secretario recobró su voluntad, miró al Jefe y no vio nada.

-¡Excelencia!¡Los ojos!

Pero el dictador daba manotones furiosos y los hilos le subían por el pecho como serpientes.-¡Los ojos!

Maravillas corrió hacia las puertas, y no había alcanzado a abrirlas cuando volvió tropezando. Los hilos habían cubierto la cara del Jefe y le envolvían la garganta. Con las manos crispadas, apartó los cabos. Era tarde. El rostro del dictador estaba amoratado y por su nariz corría la sangre.

-¡Jefe! -gritó el pobre hombre, cayendo de rodillas.

Y desde el suelo, advirtió con espanto que los hilos trepaban solos, se enredaban y cubrían el cadáver del gran hombre.

Afuera, pegados a la puerta, los empleados, espantados, escuchaban.


Los amigos

No sé por qué me quieren tanto los amigos... -se preguntaba presuntuosamente el viejo. -Miren que los he usado, manoseado, para decir verdad.
Tenía los ojos tristes, pero la boca sonreía. Clavaba un codo en la mesa y se atusaba el bigote.
-Será... -continuó diciendo mientras encendía un cigarrillo- ¡será por tantos asados que hemos comido juntos!
Bebió, echó humo.
-¡Pero si la carne la ponen ellos! ¡Y el pan! ¡Y el vino!
Miró hacia afuera, tosió con vergüenza, y terminó descubriendo:
-Será, tal vez, porque les presto mi cuchillo.


Hombrecitos

Nosotros llamábamos “el árbol de la punta” a un viejo ciprés que se hacía sitio en el monte. Le venía el sobrenombre de la extraña distribución de sus ramas que, formando una escalera, permitían fácilmente llegar hasta muy arriba. Si embargo, los últimos “escalones” eran difíciles y, a la verdad, ninguno de nosotros los había trepado.
Federico eligió aquella prueba. Al principio, su decisión me alegró porque hasta la fecha teníamos una misma performance de altura. Pero mi hermano era de brazos más largos.
Caminábamos tranquilamente por la calle de eucaliptus. Yo silbaba desafinado y altanero. Federico sonreía divertido.

Llegamos al ciprés de la prueba. Federico, ceremonioso, hizo mil preparativos. Se sacó las sandalias y se ajustó el cinturón. Después, mostrándome un pañuelo, me dijo:
-Vos tenés que bajarme este pañuelo.
-Bueno. ¡Subí! –y en la sangre me latía el coraje.

Empezó a trepar. Desde el suelo seguí con atención sus movimientos. Como conocía las trampas, me repetía cada tanto, para mí: “Lo hago, lo hago, lo hago”.
Y él, calculando distancias, tanteando donde pisaba, iba subiendo cada vez más.
Llegó a la parte difícil. Sus pantalones azules se confundieron con el verde de las hojas. Llamaba la atención su camisa blanca. Me pareció verlo dudar; se detuvo; seguramente pensaba. Me imaginaba su situación y sus esfuerzos, y desde tierra lo  ayudé con el pensamiento, estrujándome las manos. Lo vi subir el pedazo más bravo.

-¡Eh! –me gritó- ¿Es alto?
-Sí –contesté, admirado sin querer.
-¡Subiré más!
-¡Subí! –lo incité, olvidando completamente que estaba haciendo más ardua mi propia prueba.
-Pero vos no vas a poder –me recordó riendo.
-¡Bah!

En realidad, su risa me había llenado de espanto.
Subió un poco más y se perdió entre las ramas. Después de un ratito lo vi descender. Y descendía tranquilo, sonriente:

-No podés, no podés –me repetía mientras bajaba.

Cuando estuvo en el suelo, se limpió las manos y se calzó las sandalias.
Sonreía, me miraba y movía los hombros. Yo, a mi vez, me disponía en silencio. Antes de que él se acordara me había colgado del árbol y encaramado dos metros. Federico, sacudiendo las basuras de su camisa, sonreía ante mi empuje.

Me dejó subir sin hablar. Pasé una rama gruesa que me era conocida porque de ella colgábamos siempre las hamacas. Luego empezaron las más delgadas.
Cuando Federico me vio en el “nudo”, me gritó con un poco de susto:

-¡Che, no te vayas a matar!
-¡No!
Me sentía firme y seguro, pero los brazos me temblaban con el esfuerzo.
Logré dos escalones difíciles. Me agarré bien fuerte de una rama y miré hacia abajo.
-¿Qué hacés? –me preguntó Federico.
No le contesté y mi silencio lo asustó.
-¡Bajá! –me gritó. Tampoco le respondí.

Nada. Vuelta a seguir. Ya distinguía el pañuelo. Mi hermano lo había colgado todo a los largo del brazo para prenderlo bien lejos de mi alcance. Todavía tenía que trepar un metro. El susto me hizo dudar. Volví a mirar al suelo. Federico me llamaba. Trepé sin escucharlo, llegué a la altura necesaria y no supe qué hacer para lograr el pañuelo. Después de pensar febrilmente, me saqué como pude el cinturón. Lo sujeté a la rama y prendiendo mi mano sudada a la correa, me dejé balancear. Oí los gritos de Federico, se me hizo un nudo enorme en el pecho, creí que iba a caer. Pero, mientras tanto, con la punta de los dedos había conseguido tomar el pañuelo. Me largué a llorar.

Mientras descendía por las ramas me estallaban los sollozos. Había olvidado mi triunfo y mi osadía. Lloraba como un desesperado y con las manos sucias me embadurnaba la cara. Cuando toqué tierra Federico me abrazó, también llorando. Y me parece solamente que entonces pude sonreír.





Los jardines de Plácido

Llovía; el agua corría por los grandes ventanales del salón donde Plácido aguardaba. Era un hombre alto, desgarbado, tan humildemente vestido que desentonaba hasta con los muebles, más o menos sencillos.

Transcurrieron tres cuartos de hora y por fin lo hicieron pasar.
El Alcalde no le tendió la mano; Plácido se quedó con el brazo en el aire, triste, más que turbado, porque tenía un alma simple que no entendía de cortesías. Entonces suprimió todo prólogo y dijo de golpe con voz clara:

—Alcalde, quiero una plaza.
—¿Una plaza...? ¿De qué?
—De tierra.

El Alcalde lo observó fijamente con sus ojillos verdes; disimuladamente, corrió sus dedos hacia el timbre. Plácido esperaba, indiferente al silencio que habían provocado sus palabras.

El Secretario acudió presuroso. Cuchichearon rápidamente y el rostro del Alcalde se distendió en una sonrisa. Había temido vérselas con un loco.

—¿De modo... —dijo, apartando a su servidor con un gesto— que quieres una plaza de la ciudad? ¿Una plaza con árboles, con bancos y fuentes?
—Sí, señor.
—¿Y qué vas a hacer en ella?
—Trabajar. Poner plantas. Y cuidarlas... Carpir, regar, podar...
El Alcalde vaciló un segundo apenas; en seguida resolvió, diciendo:
—¡Bien! Te daremos una plaza. Serás el jardinero honorario, el guardián, en fin, lo que quieras. Pero... tendrás que mejorar un poco la presencia.
El extraño postulante sacudió el polvo de sus miserables ropas y bajó los ojos, como avergonzado. Pero por fin sonrió con dulzura y respondió:
—Por las tardes podría vestirme de chaqueta.
—¿Tienes chaqueta?
—Sí, debo tenerla todavía.

El Alcalde lo saludó con un gesto. Plácido se volvió y trabajosamente dio con la puerta de salida.

El astuto Director de Jardines se frotaba las manos satisfecho. Se había librado de una pesadilla cumpliendo, de paso, el absurdo decreto del Alcalde.
Plácido pagaba las consecuencias. El terreno que le habían cedido estaba ubicado en las afueras de la ciudad; era, en realidad, el lugar donde alguna vez debió cumplirse un proyecto postergado que se conservaba bajo el título de Paseo Ribereño del Sur. Como lo decía su nombre, se trataba de la costa del río, tierra gredosa y pobre. Pero Plácido era evidentemente un loco y, además, sólo había pedido tierra. Ahí la tenía.

El Director firmó la resolución y pocos días después tomó su licencia. Todo el mundo oficial olvidó a Plácido, hasta los ordenanzas que habían sido los introductores del postulante.

Pasaron unos tres meses durante los cuales el Alcalde estuvo ocupadísimo con las continuas interpelaciones que le hacía el Consejo. Pero como todas las cosas tienen su fin, un acuerdo político apaciguó los ánimos y el Alcalde dispuso nuevamente de su persona. Y quiso el destino que, apenas tuvo la paz necesaria para pensar tonterías, se le atravesara el recuerdo de Plácido y su notable pedido.

Comenzaba la primavera. La oficina olía a tabaco y humedad. Todo invitaba a salir, y, como el Alcalde acababa de encontrar el pretexto satisfactorio, llamó a su nuevo Secretario y salió en busca de Plácido.

Cuando llegó a la ribera no pudo creer en lo que sus ojos veían. Donde antes sólo existían matorrales y charcas, ahora había árboles, flores, grandes canteros de césped, glorietas y otras maravillas.

—¡Pero, este hombre es un genio! —gritó el Alcalde—. ¡Esto no puede ser! ¡Nadie en el mundo puede hacer otro tanto en tres meses!
Y después de repetir cuantos superlativos conservaba en la memoria, el Alcalde sacudió de un brazo a su Secretario y le preguntó furioso:
—¿Y usted? ¿Cómo no me ha dicho una palabra?
—¡Yo... soy nuevo en el cargo! —se disculpó el empleado. Y era verdad, no hacía siete días que reemplazaba al Secretario anterior—. Y además —continuó— yo he pasado por aquí hace una quincena y no me ha llamado la atención...
—¡Tonto! —rugió el Alcalde y se precipitó fuera del auto. Caminó por el pasto y se detuvo ante una rosa amarilla para olerla embelesado. Luego quedó extático frente a un macizo de lirios. Y después ya no supo qué admirar más y corrió dando saltos.
Entretanto, el Secretario no lograba salir de su estupor. Porque, para él, esta obra estupenda era labor de quince días. ¿O podría habérsele pasado por alto? ¡Imposible! ¡Cuántas veces había estado allí, con su novia! Esto olía a brujería...
Un grito cortó sus meditaciones. El Alcalde lo llamaba. Acudió al trote.
—¿Dónde está Plácido? —le preguntó.
—No sé quién es Plácido, señor.
—¡Es el “dueño” de esta plaza! ¡El santo! ¡El mago!
Y como el Secretario no sabía nada de aquel famoso asunto, el Alcalde hubo de explicarle todo, con lo cual sólo consiguió asombrar más al pobre hombre y terminar de confundirlo. Luego, ambos comenzaron a recorrer el parque dando gritos:
—¡Plácido! ¡Plácido!

Pero no pudieron hallarlo. Más aún, no vieron un alma durante todo el paseo.
Aquellos canteros tan frescos y limpios parecían cuidarse solos, porque en ningún lado encontraron palas o mangueras o carretillas, instrumentos indispensables para el floricultor.

Regresaban ya, rendidos y roncos de tanto gritar, cuando con nuevo asombro descubrieron en el punto de partida a unos diez o quince hombres que afanosamente carpían la tierra.

—¿De dónde salen ustedes? —preguntó violentamente el Alcalde— ¿Dónde estaban?
—Estábamos en el trabajo... —replicaron.
Con distintas voces pueblerinas aclararon que eran vecinos de la ribera y que, luego de terminar cada uno su trabajo particular, acudían al parque para ayudar a Plácido. Pero estos hombres también eran gente sencilla, caracteres simples, más hechos para entenderse con el famoso jardinero que con el Alcalde y su Secretario. Tal vez por eso no se explicaban la excitación del funcionario ni aceptaban sus desmesurados elogios sobre los jardines.
—No es tanto, no es tanto... —decían moviendo las cabezas—. Hay pulgón... hay peste... Las dalias no andan bien...
No mentían. Para ellos el parque estaba lejos de ser lo que debía haber sido.
El Alcalde se indignó ante estas manifestaciones que atribuyó a la ignorancia de sus interlocutores y no quiso perder más tiempo.
—¡Basta! —gritó—. ¡Ustedes no saben lo que dicen! ¡Quiero ver a Plácido!
—Va a ser difícil... —le respondieron a coro.
—¿Dónde está?
—En alguna otra plaza.
—¿Otra plaza?
Aquella tarde iba a ser memorable en la vida del Alcalde. Jamás había experimentado tan contradictorias sensaciones y difícilmente volvería a recibir respuestas más inesperadas.
Según el decir de aquellos hombres simples, Plácido “tenía” muchas plazas como aquélla, pues había repetido su notable solicitud en unos cuantos pueblos de la provincia.
—Pero... —gimió el Alcalde— entonces, ¿quién ha hecho esto?
—Y... —los hombres se miraron entre sí—. Esto lo hacemos nosotros, siguiendo las indicaciones de Plácido.

El Alcalde ya no pudo con sus nervios. Dio unas patadas en el suelo y, con los ojos llenos de lágrimas, corrió a esconderse en el auto. El Secretario, después de bambolearse unos segundos, lo siguió tropezando.
Los ayudantes de Plácido comentaron tan absurda retirada. Para unos, el Alcalde estaba enfermo. Para otros, el Secretario se había dormido parado. Pero como la tarde corría y había que terminar con aquel cantero, todos a un tiempo levantaron las azadas.

En toda esta curiosa historia de Plácido hay varios detalles muy extraños. El primero es ese del efecto que hizo en los funcionarios la belleza del Parque Ribereño. Es evidente que tanto el Alcalde como su Secretario (y todos los funcionarios que concurrieron posteriormente) veían el parque con ojos muy diferentes de aquellos con que lo veían los ayudantes de Plácido y demás gente del pueblo. Algo así como si la función pública hubiera transformado o alterado su visión de las cosas hasta el punto de encontrar maravillosa la efectiva pero simple labor de unos cuantos hombres. Este misterio resulta más notable en el caso del nuevo Secretario que, apenas se hace cargo del puesto, ya desconoce el paseo recorrido pocos días atrás.
Otro detalle curioso es el que nos plantea Plácido al repetir en distintos pueblos sus notables solicitudes. Pero el más chocante de todos es el de la desaparición de Plácido. Efectivamente, nunca, a pesar de todos los empeños oficiales, se pudo dar con el ilustre jardinero.

Para terminar esta historia. yo, que soy hombre de pueblo, he visitado algunos de los jardines creados por Plácido. Son hermosos, sí, pero mucho más hermoso es el hecho de que los hayan realizado los vecinos.


La ley de alquileres

Había tenido una vida fácil porque sus ambiciones y sus gustos no llegaban a sobrepasar exageradamente sus posibilidades. Ganaba un sueldo mediano en una compañía exportadora y su mujer otro mucho más modesto en una escuela del Estado. Con eso vivían, iban al cine, compraban sus ropas a crédito y, cada dos años, veraneaban quince días en Mar del Plata. Con eso y algo más: la Ley de Alquileres. Porque la relativa holganza de sus vidas la debían a una buena salud de la pareja (¡los remedios salen una fortuna!) y al risible alquiler que pagaban por el departamento.

Aquella ley les había caído del cielo al poco tiempo de casarse. En aquel entonces, él aún tenía esperanzas de progresar económicamente y con un poco de audacia y mucha fatuidad resolvió alquilar un departamento que hasta resultó demasiado lujoso para una pareja de recién casados.

Al poco tiempo, algunas contrariedades en la oficina y el aumento del costo de vida lo hicieron arrepentirse de su optimismo. Pensó en mudarse a una vivienda más modesta. Pero la aparición de la ley y la obligada rebaja que ésta impuso, cambiaron el panorama.
Luego, los años continuaron favoreciéndole. Al cabo de una década, su departamento parecía lujoso y la suma que pagaban por su alquiler, una cosa ridícula.

Él gozaba con esta situación. Es más, era el único goce auténtico que tenía, porque en los otros aspectos de su vida la suerte no lo había ayudado. Había perdido el pelo prematuramente y su mujer, a raíz de ciertas fallas glandulares, engordó desproporcionadamente.

Los negocios, por otra parte, no habían adelantado en ningún sentido. Pero en cambio, las dificultades de la época, el transporte, la carestía, el clima político, acabaron con los simples placeres de la pareja y convirtieron su existencia en una serie de horas tristes y monótonas.

Pero estaba la Ley de Alquileres. Y ésa era su revancha.

Le gustaba invitar amigos a su casa. Tenía espacio de sobra. Podían jugar al póquer en el living mientras las mujeres chismorreaban en el “cuarto de vestir” (un segundo dormitorio destinado al hijo que nunca llegó). Y podían seguir jugando mientras las mujeres ponían la mesa porque el living era enorme, tan enorme que los amigos siempre repetían una misma pregunta asombrada:
—Pero, ¿cuánto pagás por todo esto?
Y entonces, con una satisfacción casi sexual, él respondía:
—¡Caéte! ¡Cien pesos!
Las exclamaciones admiradas de sus invitados le sonaban como aplausos. Se revolvía en su asiento, guiñaba los ojos y sacudía la cabeza sobradoramente.
Es que la Ley de Alquileres era ya una cosa suya y en cierta forma la sentía obra personal, como un triunfo logrado por su esfuerzo y su talento.
Horas después recordaba la escena con su mujer.
—¿Notaste la cara que puso Fulano?
—¿Y su mujer?
Reían como locos. Pero, luego, piadosamente, agregaban:
—¡Qué envidia, los pobres!
—Y bueno, che... ¡Qué vas a hacer!
Ya en la cama, en el silencio grave del departamento, el hombre reía una vez más para sí.
—¡Basta, che! —decía su mujer. Y a su vez, se echaba a reír.
Se dormían felices. Y él roncaba silbando.

La caída de Perón lo sorprendió agradablemente. Pocos días antes, en la oficina, le habían confiado una comisión extraordinaria y con tal motivo había tenido un entredicho con el delegado del sindicato. Los sucesos le ofrecían un desquite mezquino, de modo que fue de los primeros en abandonar el escritorio para salir a la calle gritando:
—¡Libertad, libertad!
Ya en su casa, tomando un vino de marca al que no estaba habituado, comentaba con su mujer las novedades y terminaba con aquellas palabras tan oídas:
—Ahora vas a ver. Me las van a pagar.

No se refería concretamente a tal o cual persona. Pero su obtuso cerebro adivinaba la formación de un clima de venganza, donde todos sus pequeños odios y frustraciones iban a tener una suerte de satisfacción. Por un tiempo se olvidó de la Ley de Alquileres. Los comentarios cotidianos y la exaltación de las crónicas periodísticas le dieron tema para muchos pensamientos. A veces, con una exageración que antes no tenía, hablaba de “fusilar a los traidores” y otras de limpiar al país de “tanto negro”. Y todavía le duraba la euforia cuando un día, al abrir el diario de la tarde, se enteró de que estaban por modificar la Ley de Alquileres.

El golpe fue brutal. Un palo en la cabeza. Casi se descompuso en el subterráneo. La noticia le revolvió las tripas. Y toda su nueva personalidad de ciudadano democrático y defensor de libertades se vino al suelo estrepitosamente.

Cuando llegó a su casa, temblaba. Su mujer se asustó y lo llevó a la cama. Él la dejó hacer, pero cuando estuvo entre las sábanas, tuvo un ataque de rabia y a patadas apartó las cobijas y se puso a gritar.
Recién al rato, entre lágrimas de su mujer, consiguió hablar coordinadamente y explicar lo que sucedía.
—¡Nos revienta! ¿Comprendés? —gritó después de darle a leer el diario—. ¡El dueño se vengará de nosotros! ¡Nos echarán a la calle! Y...

La furia le impidió continuar. Cayó en la cama y se puso a llorar.
La mujer lo atendió como pudo. Le dio una aspirina y corrió a prepararle un tesito de tilo. Y ya en la cocina, mientras esperaba que hirviera el agua, se dijo, con mucho tino, que los hechos no eran tan graves. No podía ser semejante cosa. Si los temores de su marido se cumplían, medio país iba a quedar sin vivienda. No podía ser...
Y repitiéndose estos conceptos llevó el té a su marido. Y pretendió hacerlo entrar en razón.

Entonces fue la locura.

El hombre le tiró el té por la cabeza y gritó como un energúmeno.
—¡Pero pedazo de idiota! ¿No comprendés? ¡Es la venganza de la oligarquía! ¡Es el golpe mortal a los trabajadores! ¡Es la miseria! Es...
Siguió gritando. Y sin darse cuenta hizo la más grotesca y exaltada defensa del acabado régimen peronista.

A partir de ese día la vida del hombre sufrió una total transformación. Ya no fue un ciudadano democrático, ni un revanchista, ni nada. Fue un pobre infeliz, una rata aterrorizada que cada tanto chillaba histéricamente defendiendo actitudes incomprensibles y pontificando sobre la vida del pueblo. Porque odiaba a los “libertadores” pero los temía. Y en cuanto al peronismo, adivinaba que había terminado como etapa histórica y que era al “cuete” añorar el tiempo ido.

La angustia desvió su vida por caminos inusitados. Primero lo apartó de los amigos, en los que creyó adivinar un goce por su desgracia. Después lo enfermó del hígado. Y por último, como una consecuencia de la mala salud y soledad, le dio por las preocupaciones sociales.

Su único confidente era su mujer, pero como ella no lo seguía en sus razonamientos era común que pelearan.
—¡Sos una bestia! ¡No entendés! —le gritaba.
Y cuando ella aceptaba el hecho llorando, él proseguía:
—El país vive la crisis más grande de su historia... Pero el pueblo se levantará defendiendo sus conquistas... Y llegará el día en que el gobierno sea nuestro... Y... Y...
Y siempre terminaba con la afirmación rotunda de que “nadie iba a echarlo de su casa”. Hablaba de tiros y de horcas y por fin bebía abundantemente el vino que le servía su mujer con tal de apagar su desesperación.

Pero fue más lejos: llegó hasta conversar con un comunista y de las claras y tranquilas explicaciones que le dieron, sacó en conclusión que el departamento era suyo y que nadie tenía derecho a sacárselo. Pero se le quedaron pegadas algunas frases del camarada y las repitió intuyendo que “ayudaban a su causa”.

Y entonces, por primera vez habló del monstruoso problema de las villas miserias, de la situación de la clase obrera, del drama de la juventud. Y se pareció a esos apóstoles podridos de madera tallada, que ilustran las capillas coloniales del Paraguay.

Se convirtió en un asco. Un recipiente que contenía lo más inmundo de un egoísta.
Compró diarios opositores. Leyó las leyes que voceaban en Florida. Husmeó buscando una salida. Hizo de todo: mintió, simuló, rogó. Y rompió lo único bueno que había tenido en su vida: la amistad de su mujer.
En el empleo, lo dejaban vivir.
Y los porteños, generosos como son, le perdonaban sus extravíos.

Termino esta historia y aún no se conoce la reglamentación de la Nueva Ley de Alquileres. No sé qué va a pasar con nuestro personaje y su lujoso departamento. ¡Pero de cualquier modo, si lo echan que reviente!


 Néstor Tkaczek  lo define al autor de esta manera: Tiene orejas grandes y el pelo renegrido peinado hacia atrás formándole dos o tres ondas antes de llegar al punto superior de la cabeza, apenas sonríe y en esa mueca se marca la dureza de un rostro veteado de arrugas que el sol, los oficios y el tiempo cincelaron. Se llama Enrique Wernicke y siempre me he observado con atención una de las escasas fotos que se le conocen.
Si la literatura argentina es también los nombres que calla, uno de los "ilustres" silenciados es Wernicke.
A diferencia de escritores como Carver o Castillo, jamás hizo un mea culpa sobre la bebida, precisamente porque jamás dejó de beber. Lo que sí dejó al morir en 1968 fue un diario cercano a las 1.500 páginas, al que bautizó Melpómene, en homenaje a la musa de la tragedia. Allí desnuda sus frustraciones y su oficio de escritor. De estas páginas apenas se conocen fragmentos y que todavía esperan para su publicación.
Escritor de culto, Wernicke es sin dudas uno de los maestros del cuento en español. "Los que se van", relato que le da título a uno de sus libros más importantes es una cabal muestra de la maestría de este escritor enrolado en el Partido Comunista y luego expulsado por rebelde y crítico.
Mientras el resto de los escritores de su generación y su ideología andaban por el realismo socialista, él construía una estética especial basada en el laconismo y la omisión, en la perfección formal y en la cotidianidad de los márgenes; una estética muy similar a lo que décadas después se llamará minimalismo y que los yankees adjudican a Carver.
Hay en Wernicke una fobia y huida de los circuitos de prestigio cultural, su reclusión en la ribera, su carácter hosco tienden a cimentar su fama de lobo solitario.
Sin embargo los pocos amigos del autor de "La ribera" señalan su culto por la amistad, el alcohol y la literatura.
Como alguno de sus personajes, Wernicke se ubica en los bordes. En su narrativa hay una elección deliberada de los márgenes.
El lugar en los cuentos de Enrique Wernicke suele tener importancia determinante, suele ser agrario o se sitúa en los límites de la ciudad o en los pueblos de la zona campesina. Entre calles y boliches se mueven sus personajes, tan marcados por lo extraño como por lo cotidiano.
Sus temas clásicos son el campo, la ribera, los perdedores que comparten ese espacio con los fracasados y pequeños rufianes de la pequeña burguesía envueltos en un humor ácido y corrosivo.
Enrique Wernicke ha influido en la forma de contar, en los temas de varios autores consagrados argentinos.
Sin embargo su obra sigue siendo poco conocida por los lectores argentinos, ya va siendo tiempo de hacer justicia literaria con un narrador riguroso y brillante y de una ética inquebrantable.







Entre La ribera y Sudeste

La ribera fue publicada en 1955, pero las acciones suceden hacia1945, en las postrimerías de la segunda guerra mundial y los orígenes del peronismo.

Narra la historia de Eduardo – uno de los personajes más autobiográficos de Wernicke. Eduardo renuncia a su vida burguesa: fue periodista, corresponsal en España y en Francia del diario Crítica. Y decide asentarse en la ribera del río, en una localidad de la provincia de Buenos Aires. La renuncia no implica, solamente, dejar de ser periodista y dedicarse, ahora, a la fabricación de soldaditos de plomo (junto a dos muchachitos de la zona, Susana y Miguel Angel, que lo ayudarán en el trabajo y en el ordenamiento de la vida cotidiana); la renuncia implica también la negación de su vida pasada: una mujer, un hijo al que no quiere. La renuncia, lo transforma en un “desclasado”. Pero este corrimiento hacia el margen, esconde un cansancio existencial: Eduardo sentía asco “de la vida que llevaba, de los ambientes que frecuentaba, del trabajo periodístico”. La renuncia a la vida burguesa, también, es una renuncia a la imposibilidad de participar, como sujeto, en un proyecto colectivo. La experiencia de la prisión que Eduardo debe sufrir, por haber ayudado a un obrero comunista, le confirma su imposibilidad de luchar como parte de una “conciencia compartida”. Los envidia, admira esa capacidad, pero siente su impotencia. Su vida, se ha vuelto un bote podrido: “Mi bote ( mi viejo bote podrido) se mantiene en una calma desolada y no se arrima a la costa”.

Sudeste, después de ganar el premio Fabril, se publica en 1962, siete años después de La ribera. Es la primera novela de Haroldo Conti, y cuenta la vida del Boga, un muchacho pobre, que vive en el río, y trabaja en la cosecha del junco. Trabajaba para el Viejo, pero un año el Viejo se enferma, y lo llevan a la fuerza, contra su voluntad al hospital de San Fernando. El Viejo hubiese querido morir en su ley: en el río. Pero muere atrapado, en una cama de hospital. Desde la muerte del Viejo hasta el hallazgo del barco abandonado, el Boga se lanza al río. Solo. Su bote podrido, el primus, y unas pocas cosas. Es aquí donde la novela cobra una fuerza estilística, de clima, fundamental; es lo que hace de la pluma de Conti algo imborrable: en este tramo la respiración del texto, es el ritmo del río: entonces, como dice Peverelli, lo que Conti crea, igual que Pavese, es un clima, una atmósfera. Se pone a narrar, ahí donde otros callan. Conti se pone a narrar dándole poesía al vacío del silencio. Y, con la respiración del río, el relato se nos va metiendo adentro; asentándose, de a poco, como el barro en la orilla.

El río se presenta en ambos libros, como un personaje más. En principio, ese lomo manso y quieto, se vuelve un espacio a contemplar, y va cobrando, progresivamente, una película utópica. Eduardo sale al patio, se sienta bajo el sauce a tomar mate, y mirando el río piensa. Miguel Ángel se escapa de su trabajo, para ir al río: “Miguel Ángel tiene su mundo, el auténtico, donde todo es libertad, capricho, instinto. Para ese mundo reserva sus sentidos despiertos y está dispuesto a correr tras la primera cosa que llame su atención: el aletear de un pájaro, un rincón sombrío, el husmear de su perro, o simplemente la huella fresca de unos pies en la playa… La vida, para él, no está en estas cosas (en el taller de soldaditos de plomo). La vida está en el aire, se respira”. Para el Boga, también, el río se disfraza de esperanza. Detrás de tantos ríos, algo lo espera: “de manera que terminó y partió, como si con partir, al mismo tiempo, de alguna extraña manera, comenzase también su barco. Como si detrás de todos esos ríos que pensaba recorrer lo aguardase su barco y no hubiese forma de llegar a él sino a través de todo eso”.

Se planteó, anteriormente, que las obras de estos dos autores iban, de algún modo, en un sentido inverso. En estos libros, en particular, se entrecruza algo parecido: pero el recorrido inverso, está relacionado con la caída y con el tener. La renuncia de Eduardo tiene un sentido absoluto: la claudicación tajante clausura el futuro: así se entiende el trágico destino de la muchacha Susana y su embarazo. La caída del intelectual, burgués, hacia la ribera, adquiere las características de una “caída” existencial. Eduardo muere cuatro años después de la tragedia de Susana, consumido por el alcohol.

Representando, quizá, esa diferencia medular, de clase, que los separa a Eduardo del Boga, aparece la voz narrativa. Eduardo narra, en primera persona, a La ribera. Y su amigo Julio Martínez es quien publica, bajo el nombre de La ribera, el diario de Eduardo, después de su muerte. El Boga, en cambio, es narrado. El Boga sucede, como el río: como la vida, dice Conti. El Boga es, hasta la aparición del Aleluya, el río. El recorrido inverso, está marcado por el origen del “tener”. Mientras Eduardo cae en un bote podrido: su vida se ha convertido en un bote podrido; el Boga sueña, desde un bote podrido, con “tener” un barco:

“A medida que adelantaba en el bote le fue entrando el deseo de construirse allí mismo, algún día, un verdadero barco. Al principio fue una simple ocurrencia, pero luego le pareció que estaba perdiendo el tiempo y que en toda su vida no había querido hacer otra cosa. Esto de ahora más bien lo detenía, era una excusa, un burdo simulacro. Por último comenzó a fastidiarse de este trabajo y su ansiedad por un barco se confundió con su ansiedad por partir. Todo era una misma y única cosa.”

Como se dijo, es el río – como esa forma de la esperanza – quién se lo puede dar. Es el río, quien en verdad se lo presenta, un día, de pronto al barco abandonado: se llama Aleluya. El camino del “tener” lo va sacando, lentamente, del río, lo va integrando con lo más bajo de la sociedad. Contrabandistas, idiotas, traficantes. En ese camino del “tener” el Boga deja su “estado de naturaleza” para entrar en una lucha social que lo llevará a la muerte.

El río, por fin, se desnuda tal cual es: desembarazándose de esa película utópica, para mostrar, también, la cara de la desgracia. El río para Eduardo, ahora, es el río asesino que se ha llevado a su pequeña mujer y a su próximo hijo. El río, para el Boga, es el refugio no sólo de barcos abandonados sino de contrabandistas y traficantes que terminarán con su vida.

El río se vuelve, así, un espacio de plena experiencia.

Dice Agamben en Infancia e Historia que “esa incapacidad para traducirse en experiencia es lo que vuelve hoy insoportable – como nunca antes – la existencia cotidiana”. La literatura, como parte de la aventura, registra a la experiencia para transmitirla. De este modo, la literatura se vuelve un espacio de rebelión frente a la destrucción sistemática de la experiencia. Wernicke y Conti, en esa línea, dibujan a mediados del siglo XX, sobre el mapa de la literatura oficial, el recorrido de un río distinto, oculto; donde se entreteje lo utópico y espera la tragedia.

Siguiendo la idea de Hemingway, Conti, en una entrevista, dice lo siguiente: “Un buen día, un día que jamás recordaré, como tantos otros que representan algo en mi vida, cambié el avión por el barco y me interné en las islas. El viaje del Boga en cierto modo es mi viaje. Sólo que el viaje del Boga viene mucho después, cuando aquello adquirió pasado y se hizo historia para mí. Ya había construido mi casa, había tendido cien veces el mismo puente, había cortado mil veces el mismo pasto, había visto rejuvenecer los días hacia el verano, o envejecer en una mortaja de tristeza hacia el invierno; había cambiado de perro varias veces, y otras tantas de vecino o de almacén o de bote. Por fin, otro día, todo aquello me golpeó como ausencia. Y entonces, a punto de perderlo, de alguna manera ya lejano y extraviado, traté de inventar todo de nuevo: el río, la gente, los amigos, las viejas tristezas y las viejas alegrías, y escribí Sudeste para que otros acaso recuperaran a través de una historia que terminaré por creer cierta lo que yo había perdido para siempre”.

Hernán Ronsino


Síntesis de vida

1915. Nace en Buenos Aires Enrique Wernicke, quien iba a ser cuentista, novelista y dramaturgo.
1937. Publica “Palabras para un amigo”.
1938. “Capitán convalesciente”.
1940. “Función y muerte en el cine A.B.C.”, novela. Wernicke desempañó múltiples y curiosos oficios, entre ellos el de iluminador de cine. Escribe en ese mismo año la colección de cuentos “Hans Grillo”, a la que pertenece “Hombrecitos”, que publicará en 1942.
1947. “El señor cisne”, colección de cuentos. Recibe la Faja de Honor de la SADE.
1948. “La tierra del bien-te-veo”.
1951. “Chacareros”, novela.
1955. “La ribera”, novela. Premio de la Provincia de Buenos Aires.
1957. “Los que se van”, cuentos.
1963. “Sainetes contemporáneos” y “Otros sainetes contemporáneos”. El primero recibió en 1965 el Premio de la Crítica Teatral al Mejor Autor del Año.
1965. “Los aparatos”.
1968. “Cuentos”. Muere en Buenos Aires.
2001. "Cuentos Completos". Ediciones Colihue.

Su hija María Wernicke 



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