"Quiero más una libertad peligrosa que una servidumbre tranquila" Mariano Moreno

lunes, 29 de febrero de 2016

DELFINA BUNGE: "La prodigiosa señora de Gálvez"


Las preguntas no siempre tienen respuestas y las respuestas no siempre conforman. Uno debe ubicarse en el tiempo y espacio, reconocer que la mirada hacía el pasado está llena de subjetividades y ante las dudas equilibrar el pensamiento. ¿Fue Delfina Bunge una rebelde, una señora valiente para la época?. La primera respuesta es sí, pero tengamos en cuenta muchas variables, sensibles detalles y manejos sociales para que esta afirmación sea rotunda.  Delfina Bunge Arteaga  nace una nochebuena de 1881, en una casa de la calle Tacuarí, en el barrio de San Telmo; hija de María Luisa Arteaga y Octavio Raymundo Bunge, parece ser la “niña deseada” entre tantos hermanos hombres, y ese aura del 24 de diciembre, dejaría marca con una cruz en la frente en su condición de católica practicante. A pesar de no enseñarse en esa época la religión a los pequeños, su formación estuvo focalizada en la cultura del amor a Dios: “El mundo en que vivía se iba moviendo junto conmigo y todo su maravilloso contenido dentro del glorioso y pacífico reinado de la santísima Trinidad”. La niña  que crecía se amparaba en el cuidado de los ángeles y soñaba protegida como hija del Señor. Amparada por una infancia feliz y acompañada por cinco hermanos mayores y dos menores, Delfina encamina sus primeros pasos en el colegio María Auxiliadora de San Isidro, donde su fe cristiana se enriquece. Esa primera historia de vida quedará plasmada literariamente en un libro de memorias que fue leído hasta el cansancio por muchas jovencitas de la Acción Católica y que lograra agotar cuatro ediciones sin interrupciones. Titulado Viajes alrededor de mi infancia, un documento que supera las 10 mil palabras, acude a la pintura fresca y a las descripciones de los usos y costumbres del período que abarca entre 1897 a 1920.

Su nieta Lucía Gálvez, quien  se basó en los diarios de su abuela para escribir un libro en el que relata la vida de esa mujer que deslumbró en su juventud a la adolescente iracunda Victoria Ocampo, expresa que “…las ideas de Delfina son propias. Las lecturas van apareciendo después. Lo que había era un espíritu de libertad impresionante en las conversaciones de la casa. Imagínate que eran seis varones y dos mujeres. Eso era una gran ventaja en un momento en que las mujeres eran consideradas unas bibelot de lujo. En la casa se hablaba de ideologías, política, religión, y los chicos hacían teatro, música, porque todos los Bunge Arteaga tocaban un instrumento, además de saber un oficio.”









Continúa Lucía Gálvez: “Victoria Ocampo, de 16 años, buscó con ansiedad la amistad de Delfina, de 25, y logró subyugarla al mostrarle sus poemas. Fue una amistad casi exclusivamente epistolar que duró hasta el casamiento de Victoria. Después, ésta se distanció sin dar explicaciones aunque ambas reconocieron siempre el cariño que las seguiría uniendo hasta la muerte de Delfina. A los cuatro meses de casada, Victoria se enamora de Julián Martínez y al poco tiempo empiezan a tener un romance. Ella era muy sincera y no podía hablarle de eso a mi abuela por la forma de pensar que tenía, y tampoco quiso no decirle nada porque eran muy amigas. Y después... los intereses también. Victoria se desarrolló mucho hacia afuera y mi abuela hacia adentro, eran mundos distintos.”

La escritora, cargaba con un abuelo extranjero (el alemán Karl August Bunge) y los otros tres de vieja raigambre hispanocriolla. Sus dos abuelas, Genara Peña y Lezica de Bunge y Luisa Sánchez de Arteaga, eran muy amigas de Mariquita Sánchez, quien habla de ellas en cartas a su hija Florencia.

Delfina da los primeros pasos en la literatura de forma accidental en 1904, por entonces le informaban que había ganado una tercera mención en la revista francesa Fémina, una publicación de enorme llegada en la sociedad argentina. El tema: “la jeune fille d’aujourd’hui, est-elle heureuse?”. Defina había traducido ella misma unas páginas de su diario. Impulsada por la repercusión, la revista Caras y Caretas la invita a publicar el texto, pero las críticas de sus familiares y amigos la hacen desistir de la invitación.

La consecuencia más perdurable de aquella distinción recibida en Francia fue conocer a Manuel Gálvez, tímido muchachito provinciano de 22 años, que fue a visitarla y pedirle el artículo premiado para publicarlo en la revista Ideas que él dirigía. El mutuo enamoramiento hizo desistir a Delfina de una pretendida vocación religiosa, pero el noviazgo fue largo y difícil: mientras ella se reponía de una tuberculosis en distintos lugares de las sierras de Córdoba y empezaba a escribir sus primeras poesías en francés, Gálvez viajaba a Europa y luego recorría el país por su cargo de Inspector de Enseñanza Secundaria. Todo este noviazgo está ampliamente tratado en el diario de Delfina y en la abundante correspondencia que ambos mantuvieron. Se ve allí la lucha entre el puritanismo victoriano de fin de siglo y los genuinos sentimientos que debían ser reprimidos o sublimados de acuerdo con los códigos de la pacata moral imperante. El casamiento y la maternidad no la alejaron de su vocación literaria. Todo lo contrario, aquella etapa de manuscritos insolventes dieron paso a su obra mayor. De soltera había escrito poesía en francés y cuatro libros de lectura primaria junto a su hermana Julia Valentina, después de su casamiento se edita en Francia su primer gran éxito: Simplement publicado por la imprenta Lemerre y que recibe los elogios de Rubén Dario quien en una carta la llama “la prodigiosa señora de Gálvez”. De esa obra Alfonsina Storni traduce algunos poemas que se publican en 1920 con prólogo de José Enrique Rodó.







Volvamos a Lucía Gálvez: “La experiencia de la maternidad le inspiró El alma de los niños, libro que tuvo dos ediciones. En 1922 su ensayo Las imágenes del infinito fue premiado en el concurso literario municipal. Esta obra dejó asombrado al filósofo Alejandro Korn, quien no podía creer que su autora no tuviera formales estudios universitarios. Ese mismo año había publicado con éxito Las mujeres y la vocación y al año siguiente, El tesoro del mundo. En 1924 escribió el libro de cuentos Oro, incienso y mirra, ilustrado por Guillermo Butler y en 1926, Los malos tiempos de hoy. Les sucedieron otros ensayos sobre temas diversos, como La vida en los sueños, Viaje alrededor de mi infancia, En torno a León Bloy y Cura de Estrellas.

Tierras del mar azul (fragmento)

"El espíritu de Tutankamón nos fue propicio. El día en que nos fue dado visitar el estupendo museo del Cairo supimos que en la víspera llegara una parte de los tesoros extraídos de la tumba de aquel joven y viejo faraón, de tan breve reinado y que habría de reinar de nuevo modo en nuestra era. Y por cierto que la sala de Tutankamón quiso con su brillo eclipsar a nuestros ojos el resto del museo...   
No será sin causa, me digo, que todo aquello fuera retenido bajo tierra durante millares de años para reaparecer a la luz y ser expuesto aquí, justamente el día de nuestra llegada ¡desde tan lejanos países, a través de tantas dificultades! Tutankamón debe tener algo que decirnos...
En efecto: allí está para nuestros ojos la cubierta de oro de la momia, reproduciendo las facciones jóvenes, tersas, impávidas. Toda dibujada e incrustada de piedrecillas o de trocitos de maderas brillantes. Allí está, igualmente intacto, el busto de oro macizo del joven rey. Para deslumbrarnos está ahí todo aquel oro, no como extraído de debajo de la tierra y del peso de los siglos, sino pulido y brillante, como salido de nuestras joyerías y trabajado hoy. Nuevo y pulido el cincelado del oro, joven la cara del rey. Pinturas de colores vivos y frescos. Hay en todo esto una frescura que desconcierta... Y son los preciosos vasos de alabastro que encantan nuestra vista como, hace quizá cuatro mil años, encantaron la vista de la joven reina a quien, según el delicado dibujo en el respaldo de un maravilloso sillón, el rey ofrece un ramo de flores. Aquellos sillones, con incrustaciones de piedras finas en sus brazos de curvas gráciles, con las finísimas figuras en ellos trazadas, de aspecto tan delicado y frágil que parecen sólo destinados al descanso de ligeros fantasmas, han soportado, sin embargo, el peso de los siglos y de los milenios. Nuestra impresión es la de ver, abierta ahora, una flor que abriera hace mil años. Es el ayer con la frescura del hoy; es el pasado con el rostro del presente. 
Y el enigma del tiempo nos asalta. Se evidencia la absoluta falta de sentido de esta palabra: "la acción del tiempo". El tiempo, incorpóreo y abstracto, no puede ejercer acción ninguna sobre seres corpóreos y concretos. Éstos desarrollan su acción en el tiempo, pero no a causa del tiempo, como parecemos creerlo. El tiempo, que no puede ser, en sí, un elemento de destrucción, nada destruye por sí mismo. La corrupción de las cosas no viene, pues, del tiempo, sino de la acumulación, en el tiempo, de otros elementos a él ajenos: la humedad, el sol, el viento, los insectos. Suprimamos todo esto imaginativamente y ¡cuan fácil nos resultará el concebir la duración eterna de los seres allí donde ningún elemento de corrupción exista! Y si los egipcios supieron eliminar, en gran parte, dentro de sus subterráneos los agentes destructores, ¿qué no podrá Aquel que posee el secreto de todas las regiones posibles y de los seres todos? La conservación eterna de los cuerpos, en el dogma católico de la resurrección de la carne, nos aparece como una consecuencia lógica de las lecciones de este museo del Cairo. 
Y he aquí entonces la palabra que para mi florece en los frescos labios dorados del joven y viejo faraón, oculto durante varios milenios para reaparecer diciéndonos: "Si nosotros hemos hallado el secreto del tiempo, que en sí mismo nada es, a vosotros os toca hallar lo que en realidad es algo, y en lo cual consiste el secreto de la Eternidad. Esa Eternidad que en vano buscáramos en la conservación terrena de los cuerpos. "




Delfina Bunge colaboró con los principales diarios y revistas de la época: Ideas, Criterio, Ichtys, El Pueblo, Vida Femenina, El Hogar, La Nota, Nosotras, La Nación. Y realizó traducciones de Guillaume Apollinaire, Louis Aragon, Georges Duhamel, Henri Michaux y Paul Éluard.

Laura Ramos, en un artículo publicado en el diario Clarín del  12 de mayo de 2013, titulado El cuarto de costura de los Bunge, nos acerca a una Delfina cotidiana: “Una tarde de ocio en que Delfina buscaba una estancia con luz para seguir con una lectura sobre la divinidad de Cristo se refugió en el cuarto donde Josefa estaba cosiendo. “¡Cómo me gustaría escuchar lo que usted lee!” le dijo Josefa. Al leerle en voz alta, la joven se asombró de sus conocimientos sobre Mahoma y las Sagradas Escrituras. ¿Qué clase de vida habría tenido Josefa, esta Josefa sin apellido de los recuerdos de Delfina Bunge, con suerte o fortuna? ¿Hubiera sido escritora, como su patroncita? ¿Mejor escritora que su patroncita?

En una entrada de su diario de noviembre de 1904 Delfina anotó: “Elena, la mucama. Quiso ser Hermana de Caridad, y negándole los padres el consentimiento, se casó… No sé qué es lo que no le ha pasado a esta pobre mujer: pérdida de dinero, de marido, de situación (la gran situación inesperada que, como a una Cenicienta, le trajo el casamiento). De diez o doce hijos que tuvo, sólo le quedaron dos. Uno es Nicolás, bastante sordo, y el otro chicuelo quedó en España, en excelentes manos. Hace dos años que no tiene noticias. Y aquí está ella, lejos de su país y familia, flaca como un esqueleto, y sirviendo… Eso sí, siempre muy alegre, bailando pericones. Es un carácter muy especial; sus dos vocaciones fueron: para religiosa enfermera, o artista teatral…” ¿Y qué hubiera sido de esa monja/actriz española en Buenos Aires si no hubiera perdido “diez o doce” hijos, una patria y una situación holgada? En su diario íntimo, Delfinita escribió menos los pensamientos secretos de una adolescente que los primeros trazos de una historia nacional.





Según detalla Lucía Gálvez en la biografía de su abuela Delfina Bunge, Diarios íntimos de una época brillante, los Bunge Arteaga no eran ricos. Octavio Bunge, el padre, fue juez y luego ministro de la Suprema Corte, pero no se dedicó, como sus hermanos, al negocio redituable de la época: el campo. Sus dos hijas, Delfina y Julia, se cosían su propia ropa, con la ayuda de una costurera, sobre modelos que ellas mismas inventaban. Hasta 1902, en que se mudaron a un departamento en Callao y Vicente López, en barrio norte, habían vivido en el barrio sur y cerca de Plaza de Mayo, rodeados de conventillos poblados por inmigrantes pobres y criollos empobrecidos. En la calle Tacuarí no menos que en la calle Reconquista se cruzaban con sastres, albañiles, zapateros, jornaleros, peones y las mismas planchadoras, lavanderas y costureras que trabajaban en su casa. Los sonidos de las fraguas del herrero y de los carros que cruzaban las calles eran tan familiares para los niños Bunge como los olores a trapos viejos que destilaban las casonas ocupadas por los vecinos pobres. Recién en 1899 el Concejo Deliberante conminó a los propietarios de los conventillos a instalar un cuarto de baño con ducha cada diez cuartos. Y ni siquiera esa ordenanza se cumplía.

“Me gusta ver a los chicos pobres que se juntan a escuchar cuando toco el piano. Deliciosas criaturas que son el adorno de esta calle tan tranquila. Cuando nos ven salir se agrupan en nuestra puerta y nos sonríen. Esa sonrisa es para mí un regalo. Decimos con Julia que han de mirar a las grandes señoras como nosotras imaginábamos, cuando chicas, las hadas de los cuentos. Una vez que salíamos en coche abierto para el corso de las flores, me sentí como humillada de nuestro relativo lujo, al pasar junto a un grupo de aquellos chicos. En ese momento hubiera preferido ser uno de ellos en lugar de la niña del coche”, escribió Delfina en su diario íntimo, con un sentimiento oscilante entre la condescendencia de una dama de beneficencia y una sobrelucidez libertaria.





Delfina Bunge junto a su amiga Guillermina Achával tomaron el compromiso de levantar una gruta y la capilla de Nuestra Señora de Lourdes en Alta Gracia (Córdoba) donde la escritora había pasado largos días cuando se recuperaba de la tuberculosis. En ese lugar serrano, el sábado 30 de marzo de 1952, murió repentinamente durante las celebraciones por los 25 años de la consagración de la Capilla en la Gruta.